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Del estadio de Gran Canaria

La poeta Elsa López me contó que estaría en Gran Canaria para un recital en el Gabinete Literario.

Aunque era una gala benéfica y se iba a celebrar a menos de tres cuadras de la casa, dando la vuelta al Conservatorio de Música, tuve un instante de duda porque el encuentro literario parecía coincidir con el máximo evento futbolístico del año en la isla: el partido en que la Unión Deportiva Las Palmas se jugaba su ascenso a la primera división de la Liga de España, después de un quinquenio en la segunda profesional. Frente a la intimidad de la poesía, un acontecimiento de masas.

Decidí llegar al Gabinete Literario un buen rato antes de la cita, pues todavía no había tenido la oportunidad de recorrer sus instalaciones, con excepción de la terraza para disfrutar una y otra vez de su arroz con leche. Inaugurado hace 180 años bajo un estilo modernista, por fin atravesaba sus pórticos, ascendía por sus escalinatas, fisgoneaba por sus ventanales y ponía a prueba la comodidad de sus mullidas sillas. Elsa López ya estaba en el Salón Dorado, junto a otras poetas.

Si el África fuese la cabeza y el cuello de una persona, Liberia sería la barbilla y Gabón, la manzana de Adán; la poeta nació al norte de esa región: la provincia de Fernando Poo, cuando todavía no se había proclamado la república de Guinea Ecuatorial. Creció en la isla de La Palma, a los pies de un volcán, y se doctoró en Madrid, donde dirigió la Sección de Literatura del Ateneo. Sus poemas suelen retornar al mar y remontarse a sus orígenes, en un continente expoliado.

Antes de que comenzase el recital, Elsa López tomó mi ejemplar de su libro «El país de mi abanico» y trazó una dedicatoria, con su esmerada caligrafía. Pensaba que era mejor dejarme su firma antes de la gala, porque al final estaríamos corriendo por el partido de Las Palmas. Y así, después de la poesía que fluyó verso a verso durante noventa minutos, sobrevino el fútbol; esa prosa que paralizó la isla y sacudió las gradas del estadio de Gran Canaria.

[2023, finales de mayo]

A capela

Veinte años atrás me situé ante un micrófono con toda mi inexperiencia como emblema y encontré, sin buscarlo muy en serio, una actividad que está impregnada de belleza: es palabra e imaginación. Echando la vista atrás, comprendo que muchas de las cosas más bonitas que me han pasado en la vida, sucedieron en torno a la radio: camaraderías inolvidables, el amor, colegas a manos llenas…

Si en la primera década del siglo XX fue el programa “La divina comedia” en 11.60. Radio Noticias (2003-2006), en la segunda ceñí mi propuesta a una máxima brevedad con “La dieta del lector”, secuencia de seis minutos que difundía Filarmonía (2014-2017). Fiel a mi deriva, en esta tercera década con los podcasts en expansión y los audiolibros en alza, opté por tomar cierta distancia del micrófono: procuro estar detrás, con el fin de que la juventud de nuestra Facultad de Comunicación explore las posibilidades de hacer cultura con sus voces; puedan ser tan dichosos como lo fui a los veinte años, con efectos que perduran.

Los profesionales en inteligencia artificial y realidad virtual de la Atlántico Medio me recuerdan que las tecnologías emergentes consiguen, cada vez con mayor regularidad, replicar el habla humana; sin embargo, me aferro a una verdad inestable: “No hay dos voces iguales” (lo aclaraba así el diario «El Mundo», aunque seamos ocho mil millones de personas en la Tierra). Y en ello vamos, con el respaldo de la decana y el aliento de los compañeros de la universidad.

Anteayer estuvimos grabando algunas pistas, igual que la semana anterior y la previa para tener listo un puñado de emisiones del proyecto que hemos urdido durante meses: un viaje por la literatura de las islas; incluso, nos pusimos a prueba ante la tradición popular con una canción de cuna, el arrorró que grabó una estudiante en ochenta segundos a capela.

[2023, mediados de mayo]

La tragedia cotidiana

Voy por las calles propias y ajenas prestándole una meticulosa atención a las placas que, desde el suelo o en los muros, cuentan las pequeñas historias de las ciudades; a veces son el recordatorio de un local que sobrevivió al paso del tiempo, a veces es la mención de una persona que consiguió algo excepcional. Esos mensajes labrados en mármol y en hierro servían para glorificar el pasado, redundando en lo célebre de un lugar o un personaje; ahora cumplen, también, la misión de cuestionar el presente sin lirismos ni eufemismos.

En el barrio de Sants en Barcelona leía, al lado de la puerta de un edificio: “Aquí no vivió un famoso. Vivió una persona desahuciada…”. De este modo, quedó fijado en letras de molde un dolor: a la gente la sacan de su vivienda; disuelto el sentido de hogar, una casa reducida a paredes. Así, el vecindario se niega a olvidar y ensaya la memoria ante la tragedia cotidiana.

[2023, inicios de mayo]

Festivo y apacible

Desde anoche, el barrio se ha movido con un ritmo tan festivo como apacible: domingo en víspera del Día del Trabajo.

Esta mañana, bajo un cielo coqueto y una primavera con furor de verano, el plan era manifestarnos en las calles y descansar en los parques, hacer comunidad desde las pancartas hasta las banderas. Lo dicho: festivo y apacible.

[2023, Día del Trabajo]

Una letra impresa

Algo de refugio y algo de evasión encontré en los libros, cuando dejé atrás la adolescencia. Y el hechizo de ese dispositivo centenario se ha mantenido en mí. Aunque fui un lector tardío, remonté el tiempo con una voracidad que me duró años; además de ser metódico y persistente.

Me entregué al ocio fértil de la lectura con la planificación del ingeniero, que pude ser, y la necesidad del escritor, que estaba decidido a construir.

Y es que, jamás me he tomado en serio un objeto con la devoción que prodigué a los libros; mis sentidos se regodean ante su naturaleza, desde la textura hasta el aroma; mientras que mi sensibilidad e intelecto son confrontados por sus contenidos. Aprendí a estudiarlos.

Con esas páginas, que tenían la consideración de hablarme exclusivamente a mí, comprendí los modos de expresarme mejor y encontré las palabras para trasladar a la escritura lo que pensaba y recordaba. El mundo interior y el mundo exterior adoptan una dirección más confiable y amigable cuando me apoyo en los libros.

He palidecido ante una historia, lloré ante otras y reí con tantas. Atesoro tramas ficcionales como si fueran anécdotas de amigos y versos que repito tal como hago con las canciones populares. Muchos son los títulos por los cuales he recorrido miles de kilómetros con el anhelo de hablar de sus cualidades o hallar nuevos; por todo ello y como hoy, 23 de abril, siempre regreso a casa con alguno extra, haciendo peso en mi maleta pesada y aligerando la densidad de una realidad que siempre será mejor junto a una letra impresa.

[2023, finales de abril]

Año en Canarias

El viernes de setiembre que se concedía el Premio Formentor en Las Palmas de Gran Canaria, se anunciaba el inicio de una tormenta tropical. El verano se iba a despedir con lluvias prolongadas e intensas.

Desde la mañana y durante todo ese día, las noticias convirtieron en alarma el fenómeno meteorológico: que además de la tromba de agua, colapsaría el alcantarillado y la ciudad se quedaría a oscuras, sin fluido eléctrico exterior e interior. Recuerdo que pasé por la bodega de María, que es el nombre castellano de nuestra vecina de China, y compré unas velas para afrontar los malos presagios; imaginábamos que nuestra isla sería una barquita inundada en el océano infinito. Las autoridades también imaginaban un fin de semana catastrófico y dieron la orden de suspender las clases el lunes, tanto las escolares como las universitarias.

La lluvia no fue mucha y el sábado, incluso, escampó. Salimos con paraguas al Hotel Santa Catalina para las Converses Literàries del Formentor, que había ganado la escritora rusa Liudmila Ulítskaya. Fue una tarde de inspiración y con sentido del humor, pues bromeamos con Xavi Ayén del diario «La Vanguardia» sobre lo alicaída que estaba la tormenta e intercambiamos querencias en torno a José Hierro con la poeta Elsa López, cuya obra recibió el Premio de Canarias ese 2022. Aquella noche, ya en casa, se fue la luz por unas horas.

Mi plan para el domingo era desayunar y volver al Formentor para escuchar a Ulítskaya en su última participación; además, quería pedirle que firmara mi ejemplar de su entrañable novela «Los alegres funerales de Alik». Sin embargo, en la ciudad estaba diluviando y el Atlántico se mantenía rabioso. En las noticias se hablaba de calles cerradas al tráfico vehicular y desagües reventados. Mientras apuraba el café, meditaba entre ir a pie o en bicicleta al Hotel Santa Catalina.

No pasó mucho rato hasta que nos tocaron el timbre. Los bomberos estaban en el sótano del edificio, calculando los peligros en nuestros estacionamientos. El agua llegaba hasta las rodillas, las suyas, y corríamos el riesgo de que nuestros autos quedaran sumergidos. Había que sacarlos de inmediato para llevarlos a zonas altas. Recomendaron que nos pusiéramos las botas de caucho hasta los muslos, tanto por los riesgos de electrificación como por lo mierdosa que estaba el agua. “Solo tengo botines impermeables”, dije. Recibí una mirada inmisericorde, como a un inepto y a un insecto.

Había que adentrarnos en el sótano. Se veía como una cueva profunda y negra hacía abajo, ese abismo donde todo podía ser asqueroso y arriesgado. Los peldaños de las escaleras pasaban de sucios a fangosos; al final, un líquido infecto que olía tan mal como se sentía. Cuando conseguimos llegar a nuestro Hyundai y salir de ahí, el panorama no fue mejor. En la calle flotaban las ratas muertas por todos lados, con la lluvia que convertía las pistas en ríos. Después de encontrarle un sitio al auto, volvimos a pie hasta la casa y arrojamos la ropa a la basura antes de bañarnos. Asumí que no tendría la firma de Ulítskaya en mi libro.

El lunes fue un día oscuro, como si el otoño fuera una estación gris. Tal como las clases de universitarios y escolares, casi todo estaba suspendido; a excepción de la bodega de María, que jamás cierra y atendía a su clientela. “¿Leche?”. “¿Huevos?”. “¿Atún?”.

Cuando llegue por fin el fin de los tiempos y la Tierra se caiga a pedazos, yo saldré a mi ventana para mirar a la esquina: si María no está, es porque se acerca el Apocalipsis. Entonces, tocará convertirme en Noé y hacer de mi isla una barca para recoger animales, incluso a las ratas que tanta penita me dieron en la tormenta tropical de mi primer año en Canarias.

[2023, quincena de abril]

La palabra "ayni"

Una palabra no bastará para salvarnos, aunque ciertos rincones de nuestra peruanidad se alumbran cuando rasgamos el silencio con un sonido tan cantarín y profundo como “ayni”, esa llave en quechua para abrirnos a la reciprocidad.

Se aproximaba abril con sus celebraciones librescas y me dio por imaginar que la universidad donde enseño e investigo se llenase de libros. En los pasillos, en los patios, en las aulas, en la cafetería. Libros tuyos, míos, propios y ajenos. Libros viejos, libros nuevos. Libros releídos, libros intactos. Libros recuperados, libros heredados. Poemarios y novelas, álbumes ilustrados y cuentarios, ensayos susurrantes y crónicas retumbantes. Fomentar un entorno para intercambiar libros, ya sea porque han sido compañeros de vida y su mejor destino es cobijar a otras personas o, también, porque no sintonizaron con nuestros intereses y merecen una segunda oportunidad en otras sensibilidades.

Mi idea del libro es móvil: que circule.

Frecuento esos lugares donde los libros se intercambian: abandonas uno para llevarte otro, sin la mediación del dinero. Esto va desde las iniciativas barriales en el balcón de un vecino hasta el local en un centro comercial del muelle donde las publicaciones tienen alas. No sé cuánto cuesta el metro cuadrado en esa mole, pero no tiene precio el tiempo que una persona mayor dedica a leer ahí, mientras que el resto consume. Aquel hombre enaltece el mundo y le imprime su pausa.

“¿Cómo le llamamos a todo esto?”, me preguntaron en la universidad cuando confesé mi anhelo de los libros libres. Entonces, recuperé un concepto de los Andes necesarios y ancestrales; ir hacia un vocablo menudo y modesto que habría de intrigar a la comunidad de colegas y estudiantes. Así, consiguieran familiarizarse con una visión lejana e identificarse con ella. Ahora, en estas orillas de España, puede sentirse un rasgo del Perú que más me enorgullece, gracias a la suavidad y sonrisa que entraña la palabra "ayni".

[2023, Semana Santa]

Coincidentemente

Coincidimos en que nos persiguen las coincidencias.

Estábamos en el mismo vuelo, porque tanto él como yo habíamos cambiado de aerolínea para volver a casa, después de pésimas travesías de ida hasta Cádiz por el Congreso de la Lengua.

Nos acordamos del 2019 en el Palacio de la Virreina, en La Rambla, donde presentó la edición conmemorativa de los diarios de Ribeyro y la anécdota de las «Prosas apátridas». “Cuéntala de nuevo, Enrique”. Y Vallejo, obvio, pues tenía conmigo una edición en español y en quechua. “¿Hablas esa lengua?”, me preguntó. Quise mentirle, decir que sí.

Cada uno tenía su relato de una escapada en auto de Barcelona a Colliure, en Francia, antes de que cierren las cocinas de los restaurantes y el cementerio donde enterraron al poeta Antonio Machado, motivo central del viaje. “Leímos unos versos ante la tumba”, le solté con ceremonioso orgullo.

Cada uno tenía sus revistas de años anteriores en el maletín, ese tipo de equipaje pesado e inútil con que algunos sobrellevamos los aviones sin ningún sentido de actualidad, poniéndonos al día con las notas del pasado como la pandemia o el mundial de 2022; además, hay entrevistas que no caducan, pensamos a la vez.

Vila-Matas había embarcado con un libro en la mano y le consulté si estaba leyendo algo de su autoría. Después de sonreír, se entretuvo un instante en sus meditaciones, mientras me mostraba la portada de un autor inglés. Entonces, preguntó:

—¿Has leído «Chaves», la novela de Mallea? —su curiosidad iba en serio.

Al final de todo, ocurre algo extra y sucede una foto. Y claro, señalamos, coincidentemente.

[2023, inicios de abril]

Play the piano

Pianos, han liberado pianos en Las Palmas de Gran Canaria.

Son nueve y el más cercano de casa está en una plaza que conmemora a un célebre alcalde de la ciudad con la figura de una mujer: la Loreto, que ejercía la prostitución y fue su amor imposible.

Cualquiera que pase tiempo en Las Palmas de Gran Canaria, podrá advertir que es un lugar de gentes desprejuiciadas, que llevan la vida con una actitud de alegría y sensatez que es tan honesta como espontánea; esto se percibe desde los monumentos que erigen hasta las melodías que inundan sus salas y espacios públicos; incluso, el trasporte.

Un piano estará montado en la línea 17 (un extra de música a un servicio que, ademas, es gratuito para residentes); el bus que va desde el Auditorio Kraus (donde escucharemos a Zaz) hasta el Teatro Pérez Galdós (donde se luce la ópera). Aquí, he de confesar, todo sigue un ritmo. Ochenta y ocho teclas sobre ruedas para los pasajeros que deseen tocar como jugando. Y es justamente lo que repetían los turistas esta mañana: “play the piano”.

[2023, finales de marzo]

Derrocha su amor

“El chico de las lapas”, le llama la gente del mercado y los restaurantes a ese señor de barba cana y ojos pequeños que siempre tiene una galleta, de las suyas, para complacer a la Moka.

Es un hombre sin casa, que vive en una carpa entre los peñascos que salpica el Atlántico. Forma parte de esa brutal estadística del sinhogarismo en España; es uno de los casi treinta mil en este país. Supongo que, por todas sus carencias económicas, el resto lo infantiliza llamándole “chico” e identificándolo de forma exclusiva con su pesca. Para mí es la persona que ama los perros, extraña a la suya y quiere a la nuestra.

No es un pordiosero ni vive de la caridad, pues se dedica al mar. Sin caña ni embarcación, es un hombre que pesca a mano cerca de las rocas. Lo suyo son las inmersiones de varios minutos, en que el mayor peligro no es la corriente oceánica ni la frialdad del invierno, son los pulpos. Con esos bichos inteligentísimos jamás se mete, pero van hacía él cuando bucea en sus dominios. Después de que ha conseguido sus lapas, tiene un puñado de segundos para subir a la superficie; es ahí, mientras apura la salida del agua, que los tentáculos enroscan sus tobillos como si él fuera una presa que huye. Comprende que es una reacción instintiva de esos depredadores y lo admite, sobándose la pierna llagada mientras me lo cuenta.

Así, vamos conversando algunas tardes, durante el rato que la Moka se deja mimar. A partir de sus palabras de pescador a mano y sin casa, voy comprendiendo cómo es la vida para quien tiene que buscársela entre la furia de las aguas, haciéndose de animalejos, poniendo en riesgo el cuerpo, sin faltarle el respeto a la naturaleza y necesitándola para su sustento.

Lo es cierto es que él no conoce mi nombre ni yo el suyo; tampoco es que haga falta el llamarnos de un modo o de otro, con las superfluas formalidades de los tratos del usted al tuteo; a fin de cuentas, el único nombre que tenemos de por medio es el de esta vieja perra que derrocha su amor.

[2023, mediados de marzo]

Bocanadas de cultura

Pongamos que este año, en el Día del Libro, todas las personas cruzamos las puertas de una biblioteca pública con la discreta y bienaventurada decisión de prestarnos algo para leer. Si esta iniciativa fuese una chispa que prende en España, ninguna de las 47 millones de personas que vivimos aquí saldría con las manos vacías; incluso, algunas podrían llevarse dos publicaciones para redoblar su satisfacción. Sucede que la colección del Estado se acerca a los 90 millones de documentos.

Pero claro, alguien me dirá: imposible, pues el 23 de abril de este 2023 cae domingo. Día inmóvil; víspera del lunes, que siempre es lunes por ser lunes en lunes con la resaca emocional del fin de semana. Cierto, pero no.

Hay bibliotecas que jamás cierran. La Insular, a unas cuadras de la casa (detrás de la Plaza de las Ranas), es como una estación de servicio: da servicio 24/7.

Apena que las bibliotecas capten tan poca gente, en comparación con los centros comerciales y los gimnasios, cuando en las públicas todo es gratis y sirven también para robustecer la masa; por lo menos una esencial: la encefálica. El hecho es las bibliotecas, igual, tienen su público. En España, las comunidades de Cataluña y Madrid son las de mayor devoción por ellas; en la primera, casi 3 de cada 4 personas son usuarias; en la segunda, más del 60 % de la población. Y estas dos comunidades son, justamente, las de menor número de bibliotecas por cada 100 000 habitantes. Los contrastes son agrios cuando muevo la lupa y me enfoco en el Perú.

De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística e Informática, menos del 5 % frecuenta las bibliotecas. Con todo, sigo creyendo en el valor de estas y deposito mi confianza en el papel que cumplen sus especialistas para movilizar una muchedumbre hasta sus estantes.  Y aunque todos los datos se empeñan en mostrar que el Perú es impermeable a las bibliotecas, hay que seguir fomentándolas con el esfuerzo de reinventar sus estrategias de atención y de conexión con la comunidad.

Es verdad que en las bibliotecas 24/7 el servicio de préstamo a domicilio se hace en los horarios regulares de trabajo, pero el resto del tiempo sigue operando el edificio para el estudio y la sala de lectura. Quizá este 23 de abril de 2023, que cae domingo, deberían estar todas y cada una de puertas abiertas, como un parque al aire libre para tomar bocanadas de cultura.

[2023, un domingo de marzo]

"Una ciudadana rebelde"

Nació en Tenerife y no en Gran Canaria, donde ahora vivo; migró a Madrid y no a Barcelona, donde me instalé un puñado de años; se exilió en Venezuela y no en el Perú, que es la tierra de mis apegos desvelados. Sin embargo una, dos y tres veces, por su experiencia insular, peninsular y latinoamericana, las vivencias y el legado de esta mujer me resuenan hondamente.

Se llama María Rosa Alonso (Tacaronte, 1909 - Santa Cruz de Tenerife, 2011) y tenía poco más de veinte años cuando comenzó a escribir en la prensa de Canarias sus artículos de opinión, impregnados de su voluntad combativa y su visión sociopolítica. En «La Tarde», diario vespertino de Santa Cruz de Tenerife, expresaba lo siguiente: “Mi lugar es el de una muchacha que no puede salir de casa sin licencia de su padre, y que en el caso peregrino de tener caudal para adquirir un palacio no lo podrá comprar tampoco, sin la licencia de su padre”. Era abril de 1931. Al año siguiente, ya estaba involucrada en la fundación del Instituto de Estudios Canarios, que “debía organizarse como entidad aneja a nuestra entonces pobre Universidad, e ir incorporando como apéndice regional las cátedras que lo permitieran: Historia, Geografía, Literatura, Dialectología, Botánica, algunos temas de Derecho, etc.” («Papeles tinerfeños», 1972). La escritura de María Rosa Alonso ahonda en el sentido crítico y la ironía, además de traslucir su espíritu inquieto y esa forma tan suya de tomar decisiones.

Mujer centenaria, María Rosa Alonso llegó a celebrar sus 101 años en su natal Tenerife, aunque pasó media vida fuera de su isla natal. Década y media en América, instalada en Venezuela; tres en la Península Ibérica, instalada en Madrid. Antes de todo ello, Madrid fue el primer lugar que visitó fuera de Canarias y donde se formó en Filología Española bajo el magisterio de Américo Castro y José Ortega y Gasset.

Remitirse a María Rosa Alonso es situar su figura en más de un escenario de viajes y desarraigos. Sus estudios universitarios en Madrid se vieron interrumpidos por la Guerra Civil. Su carrera docente en la Universidad de la Laguna se truncó porque le negaron la plaza que dejó su entonces tutor; ella optó por el exilio voluntario. Asimismo, el día a día, que a veces es una canallada, la obligó a jubilarse antes de tiempo: un accidente doméstico daño su visión. La profesora Juana González González, que ha dedicado su carrera a la obra de María Rosa Alonso, sostiene que recién “En 1975, y tras la muerte de Franco, parece que se va perdiendo el miedo a rendirle los reconocimientos que durante años le negaron” (“Introducción” a «Papeles tinerfeños», edición de 2022).

Cuando en 2020 el Gobierno de Canarias y el Cabildo de La Palma decidió celebrar la trayectoria humana, el legado literario y la trascendencia filológica de la ilustre tinerfeña con una gran exposición, optaron por llamarla: “María Rosa Alonso, isla en el mundo”. No podía ser de otra manera para alguien que investigó a fondo el panorama lingüístico y cultural del archipiélago canario, con ambición universal.

María Rosa Alonso nació el año en que se construía el Titanic y murió cuando el Transbordador Endeavour hizo su último viaje espacial, después de veinticinco misiones. En 2011, sus restos fueron esparcidos en el océano desde la población costera de Punta del Hidalgo; en aquellos días, la necrología escrita por Juan Cruz para el diario «El País» ponía el acento en una condición esencial de esta escritora e investigadora: “Una ciudadana rebelde”.

[2023, finales de febrero]

Y se resiste a vegetar

El pequeño lagarto de Canarias ha estado antes de que eligiéramos sus dominios para los sábados de playa y, por supuesto, ha estado antes de que nos mudásemos a la isla en el Atlántico; incluso, podría afirmarse que su especie ha estado antes que cualquier ser humano en estas costas. El pequeño lagarto admite con desenvoltura nuestra presencia, tal como la arena comprende la persistencia del mar.

Por supuesto, no es un animal amistoso como un perro ni tierno como un conejo; sin embargo, su aspecto tiende a la sobriedad y a la elegancia. Es lo que tiene el color verde, los tonos marrones y un cuerpo dúctil; así, las características se vuelven virtudes y cualidades. Además, tiene modales que admiro. Al sentir mi presencia, el pequeño lagarto de Canarias no se gira para darme la espalda, como si yo fuera un intruso molesto y nefasto; por el contrario, despliega el signo universal del permiso: me abre paso en su reino de piedra.

El pequeño lagarto de Canarias, al que le corresponde una clasificación taxonómica y un nombre científico, quizá ni siquiera es un lagarto; a lo mejor es mucho más de lo que intuyo. Mientras veía sus patas como raíces sobre la roca negra, pensaba en su cuerpo escurridizo como un arbusto horizontal que en vez de copa tiene una cabeza de centinela. Es una planta movediza y que circula, la parábola de quien rompe con su naturaleza y se resiste a vegetar.

[2023, mediados de febrero]

Tratar de comprender

El primer día de clases le detallé a mis estudiantes de Relaciones Internacionales que yo provenía de un remoto país de América del Sur, que desde ahí emergía mi voz y que hasta allá se remontaba mi memoria para establecer mis referentes. Si bien trataríamos cuestiones globales como la caída del Muro de Berlín, acontecimientos que sacudieron su España en el siglo XX e hitos sociopolíticos del archipiélago de Canarias, mi lugar de enunciación era el Perú. Cuatro letras que en mi boca brotaron con una sonrisa, franca e inevitable. 

Desde entonces, mis estudiantes le prestan atención a lo que sucede en mi país; aunque las noticias del pequeño e inmenso Perú ocupan menos de quince segundos al día en la televisión, son reportes sintéticos y adyacentes que los dejan extrañados e incrédulos. Me consultan hechos y datos con el deseo de entender. Al parecer, no terminan de filiar ese territorio de mis nostalgias con la violencia.

Yo les cuento que podemos ser mejores que nuestros políticos; lo que hicimos mal, muy mal, fue permitirles que desde siempre nos partieran en dos, abrieran un tajo en el surco de nuestra historia y convirtieran en herida nuestra nación. Terminamos prendidos de nuestras mierdas y vicios, en vez de abrazar nuestras virtudes. Cuando he compartido con mis estudiantes alguna noción sobre el valor ancestral que le daba nuestro pueblo a la reciprocidad, y la palabra “ayni” que va calando entre ellos, germinan las reflexiones sobre las profundas desigualdades de ese país rojiblanco en el presente.

Les confieso, además, que jamás enderezamos el error de enfocarnos en lo que nos distancia y enfrenta como sociedad, en vez de priorizar aquello en lo que estaríamos de acuerdo. Sé, por ejemplo, que ocho y hasta nueve de cada diez compatriotas rechaza el actual Congreso de la República (por lo general, las estadísticas están por encima del 85 %). Podemos mirarnos a los ojos y admitir, juntos, que esa gente no nos representa. Imagino que también tomaríamos la oportunidad de condolernos por igual en torno a las muertes, que ningún compatriota debió morir como han muerto en estas semanas; que no hay razón válida para justificar una sola de esas pérdidas. O, peor, para contrapesarlas en la balanza de lo mezquino e innoble. Son fondos en común desde los cuales podríamos establecer mínimos consensos, futuras cicatrizaciones, posibles alianzas. Es autodestructivo continuar con los discursos del odio y normalizar la crispación hasta eternizarla; eso les digo, eso me digo, en esta labor inconmensurable de tratar de comprender.

[2023, inicios de febrero]

Viejísima para sentirme joven otra vez

Durante años, fui feliz en la Filmoteca de Lima.

La entrada era barata, no quedaba tan lejos de mi barrio y ponían las películas clásicas que elogiaban en todos los manuales de cine.

Recuerdo que salía de casa hasta la curva de B. Leguía para tomar la combi que llegaba de la avenida Perú. A veces aparecían las “Camellito”, con su techo agrandado como una joroba; sin embargo, lo habitual eran las compactas como latas de conservas, en que viajábamos doblados, rozándonos sin ganas y oliéndonos con asquito. Es lo que había. Por lo menos, yo intentaba compensar esas condiciones con mis regateos del pasaje al cobrador: china, en vez de pagar un sol. Al cabo de un trayecto entre apreturas y temeridades al volante, estaba mi Paraíso: el Cercado de Lima.

Bajaba en el último paradero, al lado de la Universidad Villarreal. A partir de ahí era caminar por La Colmena, la Plaza San Martín, el Paseo de los Héroes Navales y el Museo de Arte. Mi vacilón era ver películas viejas, pero en pantalla grande a tres o cuatro soles la función. Un precio módico para ir más allá del simple entretenimiento; por entonces, buscaba crecer a lo bestia, también en cultura cinematográfica y sacando lecciones narrativas del lenguaje fílmico. Butacas al servicio de mi literatura.

Veintitantos años después, he retomado este placer en mi barrio colonial de Gran Canaria. La Filmoteca está en el teatro Guiniguada, a unas cuadras de casa. Me asomo a la boletería, saco la moneda de un euro y obtengo mi entrada para el cine; ese tipo de experiencia que vale muchísimo más de lo que cuesta. Una película vieja, por supuesto, viejísima para sentirme joven otra vez.

[2023, finales de enero]

Que brotó de forma espontánea

El plan para el domingo era de campo abierto y vial: dirigirnos hacia el centro de la isla para contemplar un árbol.

A dieciocho kilómetros de casa y quinientos metros sobre el nivel del mar, después de una subida constante y sinuosa, se llega hasta un barranco del cual emerge, como un ser mitológico que se abre camino entre las piedras, el drago de Pino Santo.

No es el drago más viejo de Gran Canaria, pero sí el más representativo: es un monumento natural que le gana a cualquier otro en tamaño, tanto por su altura como por las dimensiones de su frondosa copa. Es una coliflor gigante, que jamás desatiende una cita en la peluquería y se retoca las mechas con esmero; obvio es que este árbol mantiene un estupendo régimen capilar.

Aunque esto no era así, unos años atrás.

En 2020, cuando todo el mundo estaba confinado para resguardarse del coronavirus, el drago de Pino Santo también libraba su propia batalla: resistía mal el ataque de un bicho endémico que succionaba su savia. Reseco, amarillento y mermado, tenía infestada la cuarta parte de su emblemática corona, por lo menos. Entonces, en plena pandemia, este árbol también fue importante para las autoridades y tomaron medidas para intervenir en su rescate.

El proceso fitosanitario y de revitalización que encargó el Cabildo duro unos ochos meses, por la delicadeza de la situación y la propia edad del afectado: un par de centurias y más. Nadie tiene registros de quién plantó el drago de Pino Santo en esa orografía del demonio durante el siglo XVIII; sin embargo, ahí prosigue en su esplendor hacia las nubes un domingo de invierno con su floración y su fortaleza de temple volcánico. Quizá, como todo lo bueno y asombroso de la vida, es un signo de resistencia que brotó de forma espontánea.

[2023, mediados de enero]

De cabeza en nuestros yerros

Esta semana volvía a explicar cuestiones de mi país en un aula sobre investigación y utilicé la sección de un mapa que, a menudo, genera desconcierto. “Está al revés”, dijo alguien desde el fondo.

Esa idea, tan acentuada y asentada, de que el sur está abajo; además, debajo. Que así es, que así ha sido, que así debe ser.

Pues no.

Soy del sur y vivo en el hemisferio norte; asimismo, resido al sur de la península ibérica y habito en un país que está en el sur del continente europeo; por todo ello, no digiero esas percepciones que restan valor e importancia a esa región que me determina. Corresponde hacer lucha por el sur.

Por supuesto, esto de luchar es un decir. Hay gente que, en verdad, está en pie de lucha; sus justas reivindicaciones y hasta sus injustificadas violencias, la necesidad de enfrentar y afrontar. Lo que yo hago se circunscribe, meramente, al privilegio de las palabras en un aula; sin embargo, hay compatriotas del sur en el sur del sur que sangran, sumidos en la masacre.

Ayer vi las fotos que circulan, pocas y las mismas, de los ataúdes de estos paisanos míos. Ayer vi las fotos y conmueve tan adentro esa magnitud de lo fúnebre. El nuestro es un país que les falló; no sé si hoy, el año anterior o en su remoto pasado, pero les fallamos. Vampírico y antropófago el Perú, quizá al revés de todo, de cabeza en nuestros yerros.

[2023, inicios de enero]

Para el año que inicia

Se quedan cortos quienes reducen sus viajes al disfrute de la comida o la incursión en los monumentos de lo humano y del paisajismo; aquellas personas desaprovechan la oportunidad de que su piel se erice y se alaguen sus ojos por la música de un lugar propio o ajeno. Estos espectáculos, que vibran a la velocidad de la luz y del sonido, están ahí para atraernos y, sobre todo, para rebasarnos.

El primer anhelo que nos cumplimos en nuestra primera mudanza del Perú a España en 2010 fue viajar desde Valencia al Palau Sant Jordi para escuchar a Sting entre violonchelos, arpa y violines; presentó «Symphonicity» en Barcelona y ahí estuvimos, con la entrada más barata y el corazón agigantado.

Mi último plan en Lima, antes de embarcarme de vuelta a Canarias en noviembre de este 2022, fue ocupar las butacas del Gran Teatro Nacional para seguir a otro veterano en la mejor compañía; Jean Pierre Magnet presentó «La nueva música del Perú» con integrantes del Ballet Folclórico Nacional y de la familia Ballumbrosio. El zapateo afro, mis huaynos, un violín oriental y el saxo que santificó la noche perpetua de la capital del Perú.

Y en vísperas de otra noche, la Noche Vieja de hoy, la Orquesta Sinfónica de Las Palmas ofreció su «Concierto Popular de Fin de Año». Popular porque estaba repleto, desde la platea hasta las galerías. Popular porque hicieron versiones festivas del repertorio clásico, amerengaron lo tradicional y agitaron al público con los mambos de Pérez Prado. Popular porque terminó en jolgorio de confeti y sombreros navideños que rompían toda ceremoniosidad: tras las cuerdas, nobles músicos con tutú; en torno a los vientos, orejitas de peluche en las cabezas.

La música es bienvenida y es despedida, banda sonora para el día a día.

Puesto así, brota una duda como fruto del presente: cuál el papel del Perú en el concierto global. Pensado el planeta como una orquesta sinfónica, ¿somos los vientos?, ¿la percusión?, ¿será que las cuerdas? A la pregunta de qué instrumento toca nuestro país, sobreviene otra cuestión más introspectiva: mi propio rol en la música que se ejecuta. Esta incertidumbre es válida para mí y para cualquiera que evalúe su quehacer en el contexto local y nacional; la respuesta, personal e íntima, será el balance de lo vivido hasta aquí y será la promesa, cual velero que se adentra en las aguas de lo desconocido, para el año que inicia.

[2022, finales de diciembre]

Marcará el resto de mis días

Lo más gratificante de sustentar la tesis doctoral, esa defensa que se hace ante un grupo de expertos, es que cada etapa del proceso fue aprobada para llegar hasta ahí. La seriedad con que se ha trabajado está soportada en la formalidad institucional.

Antes de emitir la primera palabra, con los apuntes a mano y las diapositivas en la pantalla, uno sabe que será doctor por los sellos administrativos en los expedientes de las semanas previas y por cada informe de las seis personas del tribunal; lo que está en juego son los máximos de la nota, un número.

No cabe el miedo ni tienen sentido los nervios, proliferando como si fueran mala hierba. Es cosa de tomar aire con hondura y satisfacción, pues al instante comienza un momento estelar. La treintena de minutos que dura la defensa no tirarán por tierra las jornadas de investigación hechas con responsabilidad y compromiso durante cuatro o cinco años. Hay una especialidad y queda por escrito en la tesis.

A la sustentación se va preparado, con rigor y método, sabiendo que esto consiste en disfrutar. La calificación puede ser el resultado de esa actitud, que abarca lo intelectual y lo emocional.

El tiempo ante el tribunal es el rito de pasaje en el cual los colegas con mayor experiencia y prestigio dan la bienvenida al novato. Cumplida la puesta en escena en el aula magna de la universidad, concluye la representación académica y, tal como sucede en el teatro, la gente aplaude para romper el silencio.

“Doctor”, dijo el presidente del tribunal como el hechicero que suelta al aire la palabra mágica con que termina el conjuro. De esta manera, se hace realidad un sueño que viene de muy atrás. Hay anhelos así, que tardan la mitad de una vida en conseguirse; y este marcará el resto de mis días.

[2022, mediados de diciembre]

Gritamos gol hasta el último gol

La selección brasileña iba a los penales, cuando pasamos a saludar al cocinero argentino de la calle Reyes Católicos, en el barrio de Vegueta. Pregunté por un plato de entraña y me explicó que tendría asado; lo sacaba en minutos. Por su parte, el dueño del local acompañó las carnes con papas al horno y media docena de focaccias; las hace él mismo. Un italiano larguísimo y despeinado que ofreció, además, una ración de ensalada; por supuesto, preservé mi fantasía gastronómica y atajé sus lechugas. Tomamos una foto y la mandé a mi primo en Buenos Aires, que también tenía la mente puesta en el fútbol, y la comida.

Seguimos los penales de Brasil en la trasmisión por radio, tal como hicimos días atrás con España ante la pantalla gigante del cine Yelmo; por encima de esa ruina ibérica, sin tantos a favor, queda mi recuerdo de las arengas peloteras de los marroquíes en la sala oscura que retumbaba en árabe. Con su extra de rabia por las afinidades derrotadas, decidimos estar en casa para el partido entre Argentina y su rival europeo.

Prendimos el televisor con dos tazas de té al frente, a fin de aligerar mis excesos con el chimichurri. Y dos fueron los goles argentinos; después, la locura de los tantos en contra. Que el encuentro fue aburrido a ratos, es cierto; que hubo decepciones tras decepciones hacia el final del segundo tiempo, sin duda; pero con todo ello y por ello, en especial, fue un partido inmenso. Y esa inmensidad se acrecentó en la prórroga, que debió ser infinita hasta que Argentina metiese esa pelota que olfateaba el arco y rondaba el travesaño. Aquellos minutos de vigor y entrega son de excepción, en el plano futbolístico, y para enmarcar, como experiencia estética.

Los penales, esos que derrotaron a Brasil y a España, los viví distinto con Argentina: no tuve que imaginar lo que se narraba en la radio ni asistir a su imagen hiperbólica en la pantalla del cine; en casa, pasé del té a la cerveza. Una sola, heladita y en viernes, cuando nos sentamos de nuevo a la mesa. Al instante nos paramos, que el esfuerzo deportivo merecía celebrarse de pie. Al rato nos derrumbamos, que el cuerpo se nos caía de la emoción: directo al suelo, porque la silla le quedaba chica a nuestros nervios e ilusión. Ahí, tomados de la mano en Canarias, gritamos gol hasta el último gol.

[2022, inicios de diciembre]

Ser inmortal en una isla

La universidad. Mañana soleada y con frío. Otoño de recuerdos en Canarias, mientras hablábamos del arte que nos conmueve o que atesoramos.

Mi mente viajó al pasado, cruzó el Mediterráneo hasta cinco o seis meses atrás.

Miró.

Una foto en la casa del artista.

Aquella escultura tan Joan, con sus colores y sus formas.

Un olivo centenario.

La maja distraída.

Ese compás de luz y de sombra.

Pasarela de cerámicos y muros de hormigón que exponen su geometría.

Es un patio al caer la tarde en Barcelona, la ciudad de Joan Miró.

Y rememoro un dato biográfico que me conmueve y atesoro: aquel artista es el hombre que esperó a la Navidad de sus 90 años para ser inmortal en una isla.

[2022, finales de noviembre]

Todo ello, cien días atrás

Cien días atrás, comenzó el resto de nuestra vida en una isla que no conocíamos.

Decidimos este nuevo rumbo, profesional y literario, en un verano pospandémico que dificultaba la mudanza. Las aerolíneas no terminaban de normalizar sus protocolos e imperaban las restricciones de viaje para animales grandes. Con la Moka, de treinta kilogramos y nueve años de peruanidad catalana, era imposible aprovechar un vuelo directo desde Barcelona a Gran Canaria.

La opción era tomar el avión en Madrid, a seis horas de camino por la autopista. Optamos por lo más descabellado, aunque tranquilizador: un taxi desde el barrio donde habíamos presenciado un incendio mortífero y escrito la tesis doctoral, a los pies del Mediterráneo, hasta el aeropuerto de Barajas, en la capital de España. El conductor del Škoda, por supuesto, era compatriota; de los buenos.

La Universidad del Atlántico Medio nos había garantizado una casa para los primeros meses de adaptación en Gran Canaria. No imaginábamos que estaríamos entre árboles de Drago y palmeras, con una sensación de ruralidad entre lo urbano. El primer aprendizaje iba a ser el lenguaje del viento, cuando sacude las ventanas en su itinerario de una costa a otra del océano infinito.

Todavía no conocíamos los nombres de lugares como Máspalomas, Gáldar o Mogán, que después hemos recorrido sobre ruedas, como quien traza la circunferencia de un círculo insular. Era el verano más excéntrico de nuestra vida y comenzaba el 28 de julio. Fiestas Patrias. Llegamos de madrugada hasta la dirección de la universidad y salió a recibirnos el ingeniero que dirige sus obras de ampliación. Nosotros estábamos agotados y optimistas; mientras que él, desvelado y cordialísimo.

Nos entregó la llave de la casita que ocupamos durante semanas, hasta finales de agosto, e indicó que había pan, atún, dos cervezas... su Tropical, bien helada. Además, le habían remarcado que las compras incluyeran una bolsa de comida para perro. Todo ello, cien días atrás.

[2022, inicios de noviembre]

Una pelota en el camposanto (capítulo 6) en el diario Perú21 

Flexibilidad ante las vicisitudes

Estaba en la terraza de la heladería Dasie, cuando Javier Gutiérrez me la pasó la voz. No es habitual que el ganador del Goya a Mejor Actor por el «El autor» (esa escena en que, calato, intenta escribir como lo hacía Hemingway: ¡con dos cojones sobre la mesa!) y protagonista de la multipremiada «Campeones» (cine higiénico, gracioso hasta las lágrimas, con personajes inolvidables como Marín y la hermosa Collantes) pase a saludar en el barrio.

Sucede que diez minutos atrás le hice la guardia cuando lo vi refunfuñar por teléfono en el Zara Home de Triana entre las sábanas y las colchas. No era su mejor momento, pero igual accedió a tomarse una foto con nosotros. Imagino que notó mi determinación, tan absurda como fanática; y es que, en el triunvirato de la actuación masculina de España: Banderas, Bardem y Gutiérrez, es al último al que le creo todo lo que hace.

Javier Gutiérrez está en Gran Canaria para protagonizar una obra que casi se hunde. Es la adaptación al teatro de la novela «Los santos inocentes» de Miguel Delibes; sin embargo, el reparto no cuenta con su vestuario ni el montaje tendrá escenografía. El barco que transportaba todo desde la península tuvo una avería técnica y, sin más, esta noche habrá una puesta en escena metafóricamente desnuda.

Es lo que tiene habitar en una isla, determinada por el imperio del mar y la periferia cartográfica: los imprevistos gobiernan sobre el cálculo y la previsión, lo cual no deja de ser una lección de vida. Buen humor frente a la incertidumbre y flexibilidad ante las vicisitudes.

[2022, finales de octubre]

Una pelota en el camposanto (capítulo 5) en el diario Perú21 

"Y estaba sanita"

Treinta días atrás hubo un incendio en el barrio. Una casa antigua, como tantísimas otras del casco histórico.

Aquella era una esquina que no pasaba desapercibida para los locales ni para los turistas, pues en la parte superior del muro frontal había una placa que evocaba remotos orígenes: “se fundó, en este sitio, la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria en el año 1478”.

Esa noche habíamos cenado en una terraza, a pocas cuadras de casa. Volvíamos a pie, algo cantarines por el Lambrusco con que habíamos refrescado la noche de ese verano tan húmedo. Recuerdo el aroma del tiramisú, que llevaba en una caja de postre para terminarlo al día siguiente, lo recuerdo porque al dar al dar la vuelta en la Casa de Colón los olores cambiaron: olía a quemado.

No era solo el olor de materia inerte consumida por el fuego, como la madera o la piedra que abundan en el centro de Las Palmas de Gran Canaria; era otro olor, ese que en verdad aterra, que produce un profundo dolor y encuentra su lúgubre espacio en nuestra memoria más sensible.

Dos años atrás, en los meses agobiantes de la pandemia, fuimos testigos de un incendio que acabó con la vida de tres vecinos. Gente joven y cordial en Barcelona, con la cual intercambiábamos algunas palabras de forma ocasional. Una madrugada, también de verano, sus vidas terminaron de un modo espantoso. Y el olor. Durante días, durante semanas, durante meses se mantuvo ese olor de cuerpos quemados.

En la casa, levantada en el sitio donde se fundó la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, vivían tres hermanos que tenían más de un problema para demostrar su titularidad de esa propiedad. Complejas herencias y olvidados litigios saltaron a la prensa local al día siguiente, como una manera de ofrecer un contexto al incendio. Si bien nadie alcanzaba a explicar las causas del fuego, cada una de las noticias confirmaba la buena nueva de que ninguna persona había muerto; sin embargo, ellos no eran los únicos moradores de la vivienda.

Esta mañana, 12 de octubre, volvimos a encontrarnos con uno de los hermanos. Lo vemos a menudo, por lo general haciendo recados en el mercado. Nos contó de nuevo que sigue en la calle, sin casa; “ha pasado un mes”, suspiró. Como siempre, saludó con espontaneidad y fue tremendamente efusivo con nuestra perreta. La abraza. Se conmueve. Él también tenía una: catorce años y se llamaba Tiana, con T. Aunque sigue muy unido a sus hermanos, este hombre sobrelleva una soledad y un sufrimiento que se le atraganta en lágrimas cuando lo quiere explicar. “Y estaba sanita”, me dijo.

[2022, mediados de octubre]

Una pelota en el camposanto (capítulo 4) en el diario Perú21 

Hace de lo literario su paisaje

Llega el día en que una sociedad se reconcilia con sus viejas glorias. Es lo que viene ocurriendo desde hace décadas con Benito Pérez Galdós (1843-1920) en Las Palmas de Gran Canaria, su ciudad natal. Y es que, su figura no siempre gozó del respaldo que ahora tiene su memoria.

En la actualidad, basta con recorrer algunos barrios para advertir los homenajes al escritor en las vitrinas de los restaurantes y las referencias literarias de las esquinas; aunque también está Pérez Galdós al elevar la vista al cielo, con su monumento y el teatro, sazonados por la sal del Atlántico. Incluso, existe la oportunidad de apreciar en el suelo las palabras del escritor, gracias a las citas selectas que dan legibilidad a los empedrados coloniales.

En su libro más reciente, Vargas Llosa se ocupa de casi toda la obra de Pérez Galdós. Año y medio que dedicó a esas lecturas, durante los confinamientos de la pandemia. «La mirada quieta» es el título de su aproximación literaria, que fue presentar a Barcelona junto al bueno de Javier Cercas, meses atrás. La postura crítica y recelosa de Vargas Llosa no socavó mi interés por el escritor decimonónico, sino al revés: busqué la pieza dramática más celebrada de Pérez Galdós (quizá es «Electra», aquella que se estrenó en 1901 en Madrid y generó tal revuelo desde el público a la academia que rebautizaron el recinto teatral con su nombre) y conseguí una de las ficciones menos convencionales de Pérez Galdós («El último viaje de la Numancia», en su primera edición de 1906, por la sencilla razón de que su personaje central es un peruano y buena parte de la novela transcurre en las costas del Pacífico con la derrota de la flota española en el combate de 1866. Una historia en que, por fin, no somos los vencidos).

Entonces, vivo en un lugar que celebra a un hombre que dedicó su vida a combinar las 27 letras del alfabeto; a través de su legado y las representaciones sobre él, me familiarizo con esta ciudad, que hace de lo literario su paisaje.

[2022, incios de octubre]

Una pelota en el camposanto (capítulo 3) en el diario Perú21 

Con aroma de sal

La avenida se llama Calvo Sotelo y la cruzo más de una vez todos los días. Es amplia, con tres carriles de ida y tres carriles de vuelta, e importante para la ciudad: separa el barrio de Vegueta, donde vivimos, del barrio de Triana, que frecuentamos bastante.

Es cosa de salir de casa y caminar unas cuadras hasta el teatro Guiniguada, avanzar por el cruce peatonal de la auxiliar y ascender por unas escalinatas o tomar la rampa de acceso. De ahí, solo es esperar a que el semáforo pase a verde para continuar de un barrio a otro.

Son rutinas que toman unos cinco minutos al día, nada más; sin embargo, algo de antinatural entrañan aquellas subidas y bajadas. En el pasado, en vez de los semáforos para cruzar, había puentes. Por un tiempo estuvo el de piedra y por un tiempo, el de madera; debajo, en vez de una vía entre dos amigables barrios, estaba un barranco: la isla tenía ese tajo que la abría desde sus picos centrales hasta el océano. 

Los arqueólogos sospechan que esa herida geológica separaba dos guanartematos (palabra que proviene de las lenguas guanches, originarias del archipiélago canario, y que da la idea de cacicazgo): quizá el de Telde, pugnando en un lado de la isla; quizá el de Gáldar, pugnando al otro lado. De los vocablos de esta lengua emana la leyenda, con ecos tan onomatopéyicos como literarios.

Ese tajo de piedra volcánica era el cauce de un río que dominaba la región en épocas remotas: el Guiniguada, del cual extrae su nombre el teatro de mi barrio. Ahora, la herida geológica está cicatrizada de modernidad por el asfalto que recorro a diario, con el agua dulce doblegada por una sed de siglos en este paraje insular con aroma de sal.

[2022, mediados de setiembre]

Una pelota en el camposanto (capítulo 2) en el diario Perú21 

La capital de mi remoto país

Llevo un mes en Las Palmas de Gran Canaria, percibiendo que está muy cerca lo lejos.

En el barrio de Tafira Baja, al cual llegamos desde Barcelona, la novedad de esta vida isleña era equilibrada con una reminiscencia sudamericana: el busto de José de San Martín, el hombre que proclamó la independencia del Perú, en el parque que está al costado de la universidad. Nos hemos visto durante semanas, reconociendo nuestros orígenes.

Instalados ahora en el casco histórico de Las Palmas de Gran Canaria, lo que sobreviene entre una esquina y otra es el déjà vu. Sucede que este barrio parece la combinación del centro de Lima y del Cusco, aunque con el mar a la vuelta. La calle, que termina en una plaza, se llama San Agustín. Levanto la mirada, tomo una fotografía y vagabundeo con la extrañeza de habitar un territorio conocido y hasta familiar, siendo todavía ajeno.

Así, cuando los canarios se disculpan por la oscuridad de su verano y señalan al cielo para describirlo, siento la afinidad de nuestras querencias. “Panza de burro”, dicen, una y otra vez frente a lo gris. Entonces evoco, prendido a esas palabras, la capital de mi remoto país.

[2022, finales de agosto]

Una pelota en el camposanto (capítulo 1) en el diario Perú21 

Mi taza de fondo negro

A la pregunta de qué libro me llevaría a una isla desierta, ahora respondo con una excepción y en plural: he llegado con docenas de libros a Gran Canaria, que está poblada. Uno de estos, solo uno, está en el idioma de mis últimos cinco años: el català.

Es la novela «El temps de les cireres», que ganó el Premio Sant Jordi en 1976 (año en que nací); también me conmovió que Montserrat Roig, su autora, solo vivió hasta los 45 años (la edad que tengo).

Sin embargo, más allá de las combinaciones calendáricas, la razón de mi interés radica en la elección idiomática de Montserrat Roig: su padre, hombre de radio y defensor de inocentes, había sido perseguido durante el franquismo por hablar su lengua. Es así que la hija, una figura pública tan querida como entrañable, hace del català el rasgo esencial de su voluntad literaria.

Hay algo más. Cuanto tomo té, sin apuro de ningún tipo y extraviado en la parsimonia de mi tiempo isleño, lo hago al calor de sus palabras: “si hay un acto de amor, este es la memoria”, dice Montserrat Roig en mi taza de fondo negro.

[2022, mediados de agosto]

Como hacen los jubilados de Alemania

Lo primero que sorprende en el aeropuerto de Gran Canaria es que todos los carteles están en alemán, también en español e inglés; pero, ante todo, en alemán, tal como estaba la carta del restaurante peruano donde conmemoramos las Fiestas Patrias ante el océano Atlántico. 

Más allá de esta curiosidad sobre la penetración germánica en la isla, lo gratificante es que a la papa le llaman “papa” (¡ni se te ocurra decir “patata”!, me advierten las colegas, como si hiciera falta) y que los buses de transporte público reciben el trato caribeño de “Guagua” (incluso, existe el “Guaguaseo”; este es un vehículo inmenso que recorre la ciudad con baños y duchas en su interior para la gente sin hogar).

Lo cierto es que Gran Canaria es una región orgullosa, capaz de trasmitir con buen humor y harta locuacidad ese sentimiento; no bastó con bautizarla Canaria, pues antepusieron el adjetivo en mayúscula. Sin embargo, lo grande aquí son los perros. La palabra “canaria” no alude a las aves, sino a los canes; por ello, el símbolo de Tropical, su cerveza típica y más popular, es un perro. Un perro verde. Aquí se brinda, espumosamente, al amparo de los canes.

Si en otras ciudades hay esculturas de osos o de leones en su Plaza Mayor, animales imponentes e indómitos, en Gran Canaria la expresión es doméstica: ocho perros de raza y mestizos, como es la Moka. La Moka, esa engreída que creció en Lima, tan remota y tan querida, pasó su adultez en Barcelona, con excursiones a Francia y Andorra, para iniciar el sendero a su tercera edad en una isla española como hacen los jubilados de Alemania.

[2022, finales de julio]

Libro en mano, viajar

¿Será que todo empieza con un libro?

La comunidad china comenzó a asentarse en España hace medio siglo, según los expertos. No es mucho, en comparación con ese flujo al Perú que se remonta 170 años atrás y cuyos durísimos orígenes están bastante estudiados. En el caso de la migración asiática en este país, los expertos no se ponen de acuerdo sobre las razones que la motivaron: hablan del foco de atracción que significó el final del franquismo y las oportunidades que prometía la transición democrática. A mí me gusta pensar que estos movimientos humanos tuvieron su raíz en una mujer y su palabra impresa en mandarín.

Su nombre literario es Sanmao y escribía en primera persona sobre sus viajes, con especial devoción por lo sucedido en el ámbito de la lengua española. Sus memorias y relatos, publicados hace más de cincuenta años en China, la convirtieron en una celebridad, especialmente entre las mujeres de su país. Ícono de la libertad y de la aventura, Sanmao dejó su testimonio del desierto del Sahara y del paraíso, tal como llamaba a las islas de Gran Canaria.

Me adentré en las páginas de Sanmao, después de una buena mesa. Hay delicias que llevan a otras.

Entre mis colegas chinas, hay quienes siguieron el posgrado en España porque, de niñas, leyeron a Sanmao. Y, así como ellas, dos generaciones partieron lejos de su cultura y de su idioma para amar lo que otra narraba en su escritura. Estas colegas me hablaron de sus amistades, quienes además de admirar lo que Sanmao representaba, se embarcaban hasta Las Palmas de Gran Canaria para visitar la casa donde ella se instaló, frente al mar, y encontró eso tan efímero que es la felicidad. Intentaré lo mismo. Marcharemos hasta el Atlántico medio, como hacen los peregrinos tras las pistas de un enigma.

Libro en mano, viajar.

[2022, mediados de julio]