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En todo final hay un comienzo

“Liquidación por cierre”, se leía en los seis carteles distribuidos en el local. Paco nos comentó que llevaba trabajando desde los catorce años y el 31 de marzo se jubilaba. Que en abril lo encontraríamos en las terrazas del barrio, disfrutando de la primavera al aire libre, en vez de su posición laboral tras el mostrador.

Su último día no lo pasó solo; estábamos sus clientes, haciendo cola para comprar algo y despedirlo; estaba su esposa, atendiendo los pedidos de una vitrina a otra. Casi todo se ofrecía a mitad de precio: los útiles de escritorio, el tabaco, los souvenirs de Canarias, las revistas; con excepción de los periódicos del día y las publicaciones de colección.

Mi primera vez en el local de Paco fue en el segundo semestre de 2022, al poco tiempo de mudarnos de Barcelona a Gran Canaria. Desde entonces, me ha reservado el diario cada domingo e hizo el pedido de una treintena de libros que me interesaban. Es decir, ha sido mi proveedor de lecturas e información; motivo suficiente para el aprecio y el respeto en común.

Su jubilación es una satisfacción que deja un dócil vacío en mis hábitos de fin de semana: salir de casa sin premuras, deambular unas cuadras hasta su local, intercambiar alguna opinión o llamar la atención sobre los titulares recientes. Las formas de la cortesía, entre el protocolo y lo bonachón. Por su periodicidad y automatismo, las rutinas suelen estar asociadas al bienestar emocional y psicológico. Sentirse a gusto y en paz, por el simple hecho de ir por el diario una vez por semana. “Y es Domingo de Resurrección”, recordó Paco, mientras me entregaba el último ejemplar a mi nombre, dando por sentado que en todo final hay un comienzo.

[2024, Domingo de Resurrección]

Lo mío no es el teatro, pero se le parece

Mi actuación más aplaudida fue hace veintitrés años, un éxito de público y de crítica, gracias a la emoción de nuestros escolares en San Martín de Porres. Recién había comenzado el siglo XXI, y todo estaba por comenzar; aquel día fui un profesor de Lengua y Literatura con ropa de baño y la chaqueta de mamá. Calzado con los botines de siempre, mejoré mi identidad con una nariz roja: interpretamos una secuencia de Pataclaun.

Dado que he sido ensalzado por mi capacidad histriónica, jamás escatimo aplausos a los colegas del escenario. No se podrá quejar John Malkovich cuando lo vi a trece kilómetros de casa en el auditorio Kraus con «The Infernal Comedy»; tampoco podrá hacerlo Roberto Benigni, a quien ovacionamos miles de personas en Florencia, después de que encarnó a los personajes de la «Divina Commedia»; menos aún lo hará Ricardo Darín, que al día siguiente de protagonizar «Escenas de la vida conyugal», me dejó una publicidad del Westin con descuento en el Spa. O aclamar de pie y sin pausa a Diego Bertie por «Edipo Rey» en Lima y a Teresa Ralli por el unipersonal de «Antígona», escrita por Watanabe. Humildemente, sostengo mi valoración de lo universal en mi pretérita experiencia barrial.

El hecho es que estoy casi retirado de los escenarios; si bien mi última representación ha sido quizá la más significativa de mi esporádica carrera: ante un tribunal, defendí mi tesis doctoral. Sucede que, para mí, toda sustentación debe asumirse como un dilema de índole teatral, con su ritualidad para las formas del respeto y la elección del vestuario, su protocolo para cada una de las etapas del proceso y sus roles, tan bien distribuidos como interpretados al detalle, después de semanas de práctica y ensayo. Aquella jornada fue un éxito, aunque de público reducido por cuestiones de aforo; hubo aplausos y lágrimas, su justa celebración después. 

Ahora, como una vieja gloria de la interpretación, comparto mis antiguas experiencias en las aulas universitarias. La semana pasada me invitaron al Máster en Psicología General Sanitaria para dirigirme a más de cincuenta estudiantes y afirmar, con la seriedad de mi sonrisa, que todo el arduo trabajo de investigación para sacar el título cobra su último y esencial sentido en los quince minutos de la defensa; de esa sustentación ante expertos, que no es otra cosa que una puesta en escena que se desarrolla con responsabilidad y satisfacción. Lo mío no es el teatro, pero se le parece.

[2024, finales de marzo]

Del espanto y el horror

De niño, me comentaron que uno de mis tíos había estado varios meses en la Franja de Gaza; quizá fue medio año. Se había incorporado a una misión de los cascos azules y formó parte de las fuerzas de paz de las Naciones Unidas. No era diplomático ni oficial, sino un voluntario del Sur global que buscaba su destino con una tarea peligrosa e incierta. En casa añadieron algo sobre un conflicto que sucedía en Oriente; por ello, imaginaba a mi tío en los claroscuros de una trinchera, rezando porque esa gente de un lado y otro contuviera las ganas de acabar con todo a balazos.

Por mi parte, lo único azul en mi vida es la pitufa cobardía con que me alejo de las guerras. Cuando tuve que gestionar mi libreta militar hace treinta años, me aseguré de que las autoridades me declarasen inapto para las responsabilidades castrenses; mi soberbia miopía se convirtió en motivo de orgullo. Asimismo, en vísperas del conflicto en el Cenepa entre Ecuador y el Perú, en el barrio se hablaba de las levas del ejército para movilizar jóvenes hasta la frontera; sin embargo, los estudiantes jamás eran llevados al frente. Yo me apliqué en serio para los exámenes de ingreso a la universidad con el telón de fondo de ese rumor.

Por todo esto, considero que es admirable la determinación y el valor con que algunas personas se adentran en los conflictos para dar auxilio a gente que ni conocen, mientras los demás siguen con el fuego cruzado. Es el caso del Open Arms, ese barco tantas veces bloqueado y multado que durante años surcó el Mediterráneo para rescatar migrantes; ese barco que ahora abrió un corredor marítimo para llevar ayuda a las personas en la Franja de Gaza. La primera misión fue con 200 toneladas. Han pasado casi seis meses desde el abominable ataque de Hamas contra Israel, con el saldo trágico de un millar y medio de víctimas fatales y secuestradas; a partir de ahí, el Gobierno de Netanyahu emprendió una venganza que va quebrando lo admisible en el Derecho Internacional Humanitario. De acuerdo con las agencias europeas, son más de veintidós mil mujeres y niños asesinados, además de hospitales que siguen siendo atacados (dos, hace un par de horas en domingo, de acuerdo con «El País»). Si no caen por el impacto de un proyectil, mueren por la falta de atención sanitaria o porque sencillamente no hay comida; morir de hambre, literalmente.

Frente a una masacre, están quienes deberían detenerla y están los que nunca se detendrán; no obstante, esta noche me centro en las personas que, rompiendo toda equidistancia, surcan el mar para brindar su ayuda. Lo del Open Arms es una noticia ejemplar, siendo a la vez triste e insuficiente; hasta rabia da, que sean necesarios. Ese barco, que contemplé años atrás en el muelle de Barcelona, me transporta al recuerdo de mi tío, el casco azul en la Franja de Gaza. Cuando volvió al Perú, consiguió montarse un negocio de metal mecánica. Ese hombre afectuoso y sonriente me llamaba “Manuelito”; más bueno él. Mi tío dejó en casa de mi abuela un regalo para mi primo, el mayor de nosotros: una caja de madera con arabescos, tallada y fina, que cuidó desde Oriente; el vestigio de que, en un lugar remoto y en conflicto, tuvo presente a su familia. Lo humano, en medio del espanto y el horror.

[2024, Domingo de Ramos]

Lo limpio y lo traslúcido

Habitamos una ciudad que no es especialmente ruidosa, aunque es expresiva y elocuente. Te enseña a callar, porque no deja de hablarte en silencio desde sus suelos o paredes. Algunos mensajes son plenamente afectivos y otros, una invitación a la acción; incluso, en la planta baja del edificio donde vivimos, ante el cruce peatonal de nuestra seguridad y la ciclovía de nuestra alegría, está Lacan, que no es un homenaje urbano al célebre psicoanalista sino la escritura juguetona de la candela que se necesita para hacer pizzas en un restaurante.

Plagado de signos, circulo en una semiosfera de lo cotidiano que igual me hace pensar en Lacan, el psicoanalista de París en vez de la pizzería napolitana, un experto que advertía lo siguiente: “Usted podrá saber lo que dijo, pero nunca lo que el otro escuchó”. Y así interactúo, asumiendo la comunicación como ese proceso casi siempre imposible en lo humano.

En este mundo hiperconectado y performativo hasta la exageración de nuestras reacciones, quizá la pervivencia de los vínculos interpersonales dependa de aferrarnos a la noción de no sobre interpretar a los demás ni asumir sentidos e intenciones opacos en los mensajes ajenos; a fin de cuentas, hablar es como tomarse un vino: se puede en cualquier recipiente, desde un vaso a un jarrón, pero sienta mejor una copa tan equilibrada como sencilla, sin mayor ornamento que lo limpio y traslúcido.

[2024, inicios de marzo]

Un paso de buena fortuna y dicha

Llevaba un par de meses en Italia y el cuerpo me pedía, con su apetito retrospectivo, un arroz chaufa. Después de tanta pasta y frutti di mare, volver a un básico de la comida peruana. Y es que, puedo pasarme un año sin desesperar por unos tamales o un pollo a la brasa; incluso, sobrellevo bien un periodo semestral sin ceviches ni lomo saltado, pero el chaufa…

Me habían comentado que en una callejuela de Rimini, región de Federico Fellini y provincia donde me había instalado, había un restaurante cantonés con experiencia en los arroces. Tomé el más barato de los trenes y, al cabo del viaje, caminé un buen rato hasta el local; cuando llegué, permanecía cerrado. Era un domingo de febrero, grisáceo y sin lluvia; un día desangelado de la Europa invernal en que nada me provocaba más que comer algo chino para sentir, por un rebote intercultural, mi país. Mientras esperaba a que abrieran el restaurante, dio vuelta a la esquina otro comensal, tan anticipado como expectante. Nos quedamos mirando, con obvias certezas: “¿Peruano?”, le pregunté en español. “¡Peruano!”, confirmó él, también dispuesto a esperar con el hambre de las nostalgias.

Varios años después, tuve a mi cargo la asignatura de literatura latinoamericana para estudiantes de la Universidad de Hebei y la Universidad de Beijing. Gracias a esas jóvenes que recibían a Sor Juana Inés de la Cruz o César Vallejo, por medio de mis lecciones y lecturas, multipliqué mis referencias sociales, artísticas y astrológicas de China, por encima de mi elemental conexión con su gastronomía mestizada en el Perú. Unas tuvieron la delicadeza de obsequiarme un abanico dorado, ornamentado con letras negras y floras rojas, y otras, una carpeta con una docena de marcadores de libros con los animales legendarios de su horóscopo milenario. Aprendí con ellas que soy Dragón, de Fuego por ser de 1976, y que cada doce años la buena fortuna y la dicha pueden arroparme de manera tan celestial como especial.

Ayer, mientras nos celebrábamos el Año Nuevo Chino en un restaurante de Gran Canaria ante potajes humeantes, había dejado de buscar en el menú ese listado típico de los agridulces que pedía en Lima, desde San Martín de Porres a Surco, desde Magdalena a San Borja. Con respetuosa curiosidad e inagotable asombro, me aferro menos a los sabores de mi infancia y juventud; sin dejar de recomendar los chifas de barrio en el Perú, accesibles a todo bolsillo y genuinos templos del buen comer, aprendo a contentarme con otras versiones de lo gastronómico y lo cultural en mi vida española. Así, mientras intercambiábamos expresiones como “Kung hei fat choy” con el personal del local, admití que el arroz frito en mi mesa no es el chaufa de todos nuestros recuerdos, pero es lo mío aquí. Este tipo de conciliación del pasado hacia el futuro, memorialista y doméstica al iniciar el año del Dragón, también es un paso de buena fortuna y dicha.

[2024, mediados de febrero]

Sencilla armonía de sus misterios

Casi lo primero que se espera de un ser humano es que llore. Y esa efusión de sollozos es recibida con alegría, en vez de pena o dolor; a fin de cuentas, es el modo primordial con que un recién nacido comunica su vitalidad a propios y extraños.

La Moka es una perra vieja y hermosa que ha comprendido, como hacen los bebés, el valor esencial y ritual del llanto para interactuar con sus humanos. Si bien llevamos juntos más de una década de un continente a otro y en tres mares del planeta, en los últimos meses ha perfeccionado su capacidad para trasmitir sus necesidades y caprichos con lamentos tan efectivos como teatrales. A veces, gimotea por un plato extra de comida; a veces, suspira para llamar la atención. Son múltiples sonidos, refinadamente lloriqueros, que ejecuta para exigir una salida, para proponer que juguemos, para reclamar por algún desorden en el suelo o el acomodo inmediato de su cama.

Si de joven eran sus orejas, su mirada y su cola los elementos básicos para comunicarnos, con el paso del tiempo ha ramificado el lenguaje de su cuerpo y afinado la potencia de sus cuerdas vocales. Juguetona a ratos, también va lento por la vida, buscando orillas inéditas para su curiosidad y ensayando nuevas formas de expresarse.

Más de una vez le he preguntado si, además de su registro actoral de lloriqueos y lamentos, está aprendiendo en secreto el arte de articular palabras, por simples que sean. La Moka me mira y calla, por supuesto, dejándome la sencilla armonía de sus misterios.

[2024, finales de enero]

Una pollada

A cuántas polladas he ido en mi vida? Era cosa de tomar la combi y atravesar un distrito tras otro para colaborar. Poner el billete por una buena causa.

¿Pecho o pierna? Y soltar una ayuda para la matrícula de los sobrinos, para la operación urgente de la tía, para amortizar las deudas del amigo.

Su papa sancochada y la ensalada, que jamás comía; su ajicito extra, que jamás probaba. Y hacer un círculo en torno a la caja de chelas o alrededor de nada, pero juntos. Tomar la cerveza al polo en un mismo vaso para todos, esos de vidrio duro que canjeábamos con las chapas de las gaseosas. Si el suelo era de tierra, no tragar el amargor de la espuma sino tirarla, como quien hace un pago a la Pachamama.

No sé si éramos pobres o muy pobres.

Estábamos ahí para compartir, aunque pensáramos distinto; no era para agarrarse a botellazos porque uno era de izquierdas y otro de derechas, porque uno era de la U y no de Alianza. Eran tiempos sin teléfonos inteligentes, sino de aparatos brutos que no embrutecían a nadie.

Además, la pollada era bailable. El adjetivo para promocionarla la definía: un equipo de música que metiera harta bulla por sus descomunales parlantes y altavoces; que vengan propios y extraños, los que han comprado su tarjeta y quienes no. Entonces, echarle ganas a la salsa, que bailo feo, y echarle ganas al huayno, que zapateo mal. Bailar por alegrarse, por aportar y acompañar.

Quizá sí éramos pobres y muy pobres; lo que tengo en claro es que había solidaridad. Pasados los años y establecido fuera del país, a menudo me pregunto ¿qué es mi ciudad natal?  La respuesta que ensayo es una simbología que brota de mi corazón y mi memoria: si Lima tendría que ser algo, tendría que ser una pollada.

[2024, aniversario de Lima]

6 de enero

“Oro, mira i acenso a él ofreceremos;

si fure rey de terra, el oro querá;

si fure omne mortal, la mira tomará;

si rey celestrial, estos dos dexará,

tomará el encenso que l' pertenecerá”.

Esto es lo que explica Baltasar a Melchor y Gaspar para dejar zanjado el asunto de los regalos al niño en el «Auto de los Reyes Magos», pieza anónima y medieval que es considerada una de las obras teatrales más antiguas en español (el filólogo Ramón Menéndez Pidal la estudió a fondo en 1900). En Canarias, esta representación comenzó a celebrase desde finales del siglo XV, mientras Cristóbal Colón enfilaba sus carabelas por el océano Atlántico para buscar la ruta comercial que jamás encontró, a costa de las costas de América.

En la actualidad, el «Auto de los Reyes Magos» es un espectáculo de guion modernizado que se disfruta en varios pueblos de la isla, tomando las calles con dirección al frontis de la iglesia principal. Se hace en Agüimes, con participación de la población, y sobre todo en el municipio de Gáldar, con la pompa de un acto célebre que se inicia con un pregón y se prolonga hasta la madrugada con el laicismo de la música. Así como existen los ritos de Nochebuena y de Nochevieja, también está la tradición del teatro al aire libre, como una festividad popular bien documentada para las vísperas de cada 6 de enero.

[2024, inicios de enero]

Los límites de un salón

Antes de tomar las vacaciones de este doloroso y mortífero 2023, propuse a mis estudiantes de Relaciones Internacionales que hiciéramos un balance noticioso. Preparé unas fichas de trabajo, cargué con mis periódicos y distribuimos de manera aleatoria los diarios del verano y el otoño; a partir de ahí, analizamos el volumen de las noticias internacionales en la prensa.

Algunos de los resultados son los siguientes: identificamos que la cantidad de noticias de ámbito internacional fluctúa entre el 13 y el 34 % del contenido de los diarios; en tal sentido, alcanza hasta la tercera parte de un periódico. Asimismo, ellas notaron que lo internacional abarca noticias de Europa y Asia (en especial), seguidas por África y América (¡casi nada sobre el Perú!); no obstante, la información sobre Antártida y Oceanía es marginal o inexistente (¿qué sucede en Australia?), lo cual mermó sus aspiraciones de un panorama general del planeta. Finalmente, las estudiantes establecieron que tres de cada cuatro noticias están centradas en conflictos armados; así, la guerra ocupa el 75 % de la información internacional, muy por encima de otras relaciones de primer orden como la integración, la interdependencia o la cooperación entre países. 

Les comenté que me interesaban las percepciones, además de los datos. Entonces, hablaron de la alta incidencia y redundancia de lo negativo, enfatizando su “enfado, pero también tristeza y rabia” ante las noticias, o la “poca esperanza” por formas de violencia como la dirigida en Gaza; una de las estudiantes recalcó que es fundamental entender que las noticias no circulan “de la misma manera en todas las partes del mundo”. Antes de cerrar el aula de este 2023, debatimos con pizarra a mano y papel en blanco sobre el modo de aportar al diálogo social en un contexto de polarizaciones y de cancelaciones; lo que en palabras de una de ellas es terminar con la “inconciencia acerca de lo que sucede en el mundo”. La clase, en vez de ponerse de costado ante la realidad o darle la espalda, se cuestionó; entonces, comenzaron a esbozar algo diferente en torno a sus mensajes, canales e interlocutores. Me despedí con la impresión de que gestaban un plan, excediendo los parámetros de una tarea y los límites de un salón.

[2023, finales de diciembre]

Es presente todavía

Hubo un niño que jamás se imaginó que sería escritor, eso lo sé. Cuando dejó de ser un niño y se aventuró con temores en la adolescencia, soñaba con ir a la universidad y ser ingeniero, como algunos de sus primos mayores; incluso, se le grabó la imagen de uno de ellos ante un plano de construcción que trazaba a mano alzada, mientras la voz de Frank Sinatra emergía del equipo de música. Sin embargo, todo esto pasó mucho tiempo después. Lo que recuerdo de aquel niño es que admiraba a su padre, cuya palabra era autoridad. Esta era una virtud, que además es un atributo personal.

De todos los recuerdos de aquella niñez, uno de los más vívidos tiene que ver con las mediocres calificaciones en Matemática sobre las cuales su padre le habló. Siendo la autoridad, se dirigió a él con el corazón abierto para trasmitirle lo esencial que era responder bien en los estudios; no era un asunto de futuro económico o consecución de metas particulares. Le hizo saber al niño que esa era su misión, que no se le pedía más.

El hombre a quien admiraba, su autoridad, le asignaba un rol. Y el niño comprendió, entre lágrimas y sorbiéndose los mocos, comprendió que había cuestiones en que no debía ni iba a fallar.

Días atrás, aquel niño recibió de su viejo una foto de la casa donde creció, la fachada con una nueva verja de madera y el césped recién plantado. Niño otra vez, miró hacia atrás para recordar el origen de esos impulsos suyos por hacer algo con su vida y con sus sueños. La casa, el hogar, las palabras de corazón abierto, todo el ayer que es presente todavía.

[2023, Nochebuena]

Pensé en voz alta

Esta mañana, como cada domingo, Paco me tenía reservado un ejemplar del diario «El País» y, como nunca, añadió un libro que nos tenía firmado: la treintena de crónicas culturales que ha publicado su hijo. Mientras saludaba con mimos a la Moka, me recordó que era el primer título de su Eduardo Santana. Leímos la dedicatoria y le comentamos algo extra: hoy salía la última columna de Mario Vargas Llosa, después de treinta y tres años firmando su “Piedra de toque”.

Nos quedamos a compartir un par de anécdotas sobre el compatriota, las buenas, como quien despide a un viejo conocido que ha brindado compañía por mucho tiempo. De regreso a casa, postergué la lectura de “Piedra de toque”, al igual que me he detenido ante el capítulo final de una novela en múltiples ocasiones; todo, para no apurarme a terminar con ese universo creativo que desborda el lenguaje.

En esta página testamental, Vargas Llosa repasa la relación de su periodismo de opinión con el diario, desde su icónico año de 1990 hasta la actualidad: “Cuando me he equivocado, lo he hecho sin ser previamente 'corregido', pues «El País» ha respetado mi punto de vista”. Así, se agolparon en mi mente los recuerdos de las veces en que abandoné a la mitad sus argumentos, sintiendo que en el tablero del mundo él elegía un ajedrez donde moverse con las blancas, mientras que yo tomaba las negras. Sin embargo, también es cierto que jamás he dejado de buscar sus columnas en tantos fines de semana de un siglo al otro; incluso, que algunas han sido motivo de relecturas por admiración y el apoyo que significaron a mis incertidumbres.

Antes de abandonar el local de Paco, con periódico y libro bajo el brazo en una fría mañana de soleado otoño en Canarias, su colega me lanzó una pregunta desde el mostrador: “¿Los escritores se retiran?”. Parecía consultar sobre la jubilación de la palabra, en contraposición con el cese de funciones en una carpintería, un hospital o una fábrica. “Pues sí, y está bien que así sea”, pensé en voz alta.

[2023, quincena de diciembre]

Migrator

Un siglo antes del inicio de la pandemia por coronavirus, el fotógrafo Eduardo Galván captó con su cámara una embarcación repleta de españoles que partían de Canarias con destino a Cuba (tal como otros buscaban su porvenir en Venezuela, México o Argentina), de acuerdo con la muestra sobre la Macaronesia que visité en la Casa de Colón. Navegación de este a oeste y de norte a sur, que después será al revés o viceversa y al contrario. Por entonces, era 1919, a finales de la Gran Guerra, mucho antes de los éxodos por la Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial.

En la historia de la humanidad, la migración es un proceso de caminos cruzados en que trazamos una dirección opuesta a la de nuestros ancestros; por ello, los rechazados y estigmatizados extranjeros de ayer pueden ser los indiscutidos abuelos de mañana. Esto debería ser fácil de comprender y de aceptar para quienes provenimos de un país como el mío, engendrado por los desplazamientos de gente: si el 5 % de la población radicada en el Perú es de Venezuela, también es cierto que hay más peruanos fuera del territorio nacional que uruguayos en Uruguay y puertorriqueños en Puerto Rico. Los cruces de frontera se estudian en cuadros o tablas de doble entrada; a fin de cuentas, más que “sapiens”, el ser humano es “migrator”.

[2023, inicios de diciembre]

Estén libres entre libros

Llegué temprano a Madrid, sin más planes que pasear en El Retiro bajo el frío matutino de un sábado otoñal. Entonces, me encontré ante un zoológico para libros.

Se le conocía como la Casa de las Fieras y fue el lugar donde el rey Fernando VII exhibía sus animales con fatuidad y exotismo, dos siglos atrás. El ingreso al jardín está custodiado por dos felinos blancos sobre fornidas columnas y, en su interior, reminiscencias sevillanas por la arquitectura aderezada con azulejos. Por supuesto, ese recinto ya no se usa para lo que se usaba. Hace una década, remozado el edificio con cristalerías para lecturas individuales y grupales, ahí se inauguró la biblioteca pública Eugenio Trías. Yo me encontré, en el pasilla principal, con una exposición del más americano de los escritores europeos del siglo XX: Stefan Zweig, el universal.

La Casa de las Fieras en Madrid jamás volverá a ser un lugar de animales encerrados; todo lo contrario, es un espacio acogedor para que las mentes estén libres entre libros.

[2023, finales de noviembre]

Medio siglo después

La línea inaugural del Metro de Madrid comenzó a construirse en el contexto de tragedias y adversidades de la Primera Guerra Mundial. Abrió sus puertas al público en 1919, con una tarifa astronómica de diez centavos. Las mujeres que eran contratadas por la Compañía Metropolitano Alfonso XIII para desempeñar la función de taquilleras y revisoras tenían que estar solteras; no es exagerado afirmar que la expectativa empresarial era asegurarse un personal femenino sin compromisos de pareja. La que contraía matrimonio, no conservaba su puesto de trabajo. La lógica de entonces era implacable: casada, debía atender a su familia, en vez de mantener su empleo. Ellas, por supuesto, denunciaron y denunciaron la injusticia de esta situación en la prensa, con miras a movilizar a la ciudadanía y al gobierno.

La primera línea del Metro de Madrid fue una proeza tecnológica que inició una revolución en el trasporte de la ciudad. En la actualidad, es la Estación Museo Chamberí, donde sus expertas en turismo y documentación hacen el siguiente contraste temporal: fue construida en solo dos años, mientras que la demanda social elevada por las trabajadoras terminó de resolverse medio siglo después.

[2023, 25N]

Por hacer lo que tienen que hacer

Me saqué la licenciatura a los treinta años, ante un jurado que interrumpió su verano en 2007 para montar mi sustentación de tesis. Antes de ello, sin el título, yo andaba algo desesperado porque solo conseguía trabajos por horas en las universidades de Lima, sin un contrato fijo ni seguridad social, incapaz de solicitar un crédito hipotecario o gozar de vacaciones pagadas; giraba recibos por honorarios, en función de una miscelánea de asignaturas en jornadas maratónicas con que hacía malabarismos para llegar a fin de mes. Fue una época de tránsito personal con múltiples gratificaciones, aunque muy desgastante e incierta.

En ese entonces, debíamos terminar una tesis para licenciarnos en Letras de San Marcos, un trabajo de fin de grado que era arduo y profundo por lo que implicaba de revisión bibliográfica y análisis intertextual. El resultado me dejó a gusto, creo que a mi tutor también; sin embargo, ese propósito me tomó un trío de años que estancó mi inserción en la formalidad laboral. Mientras seguía en ello, egresados de otras universidades (en especial las privadas, a quienes no exigían una investigación de gran magnitud para licenciarse) copaban los puestos de las instituciones con su titulada juventud.

Además de aquellos tres veranos de mi orgullosa tesis, había tenido un par de años de extravío académico por mis estudios truncos en la Universidad Nacional de Ingeniería. Sumados, ambos periodos conforman el quinquenio con que se aplazó la afirmación de mi trayectoria profesional. Sentía que llegaba tarde al festín de los trabajos bien reconocidos y mejor remunerados; entre sumas y restas, era un adulto que vivía en el techo de la casa de sus padres. Tras estas experiencias, recomiendo a cualquiera que sigue un grado, un máster o un doctorado, que termine a buen ritmo con el estudio o la investigación que garantice su título. Hay que despachar con diligencia y prontitud esa etapa de la vida.

Por ello, cuando mi decana propuso el Premio al Mejor Trabajo de Fin de Grado de la Facultad de Comunicación, me sumé a la organización. Comprendí que esto iba a ser un estímulo para la indagación académica y la transferencia del conocimiento; además, un incentivo por la calidad de los reconocimientos. No obstante, durante la gala en la aerolínea Binter con las ganadoras y la Dirección de la Cátedra que fomenta el certamen, me embargó una sensación más básica y reparadora: la satisfacción de que a las personas se las premie y celebre por hacer lo que tienen que hacer.

[2023, mediados de noviembre]

Nuestras vidas agradecen

Literalmente, la Moka ha llegado bastante lejos.

Cuando comento entre amigos que ella voló a Canarias desde Barcelona y a Barcelona desde Lima, suelo añadir que no me gustaría subirla de nuevo a un avión. Aunque los dos vuelos fueron adecuados y sin mayores sobresaltos, también es cierto que esos viajes los hizo más joven. La Moka no me lo ha dicho, pero estoy seguro de que prefiere su rampa y ascensor del edificio para subir casa, a cualquier aventura de vuelo entre un sitio y otro. Ahora es una vieja cachorra con dos dígitos en su edad, que acentúa sus manías hogareñas; ella hace flexiones por las mañanas, posa por las tardes y vigila el pasillo por las noches, antes de limpiar el polvo del suelo con sus peluches. Señora de rutinas, es la Moka.

No sé bien qué significa una casa para un perro, quizá es su mejor refugio y su principal sala de juegos; sin embargo, algo he comprendido de nuestras múltiples mudanzas: toda casa se humaniza con un perro. Y así, una veintena de garras en el piso, a menudo sigilosas y a veces alborotadas, componen la banda sonora de intensidad animal que nuestras vidas agradecen.

[2023, inicios de noviembre]

Nuestras vidas agradecen

Radio Televisión Española (RTVE Canarias) visitó nuestra clase de Teorías de la Comunicación para conocer el modo en que desmontamos la deshumanización de la migración en los medios masivos y la política; esto, desde la epistemología hasta la práctica.

Ante micrófonos y cámara, desarrollamos una sesión que no perdió naturalidad ni participación estudiantil; todo lo contrario, fue un estímulo para desplegar conceptos como entropía y autorregulación de los mensajes, variables históricas e intergeneracionales, además de una fórmula matemática para medir la desinformación en torno a la migración. A fin de cuentas, incursiones como la de RTVE Canarias en el aula son favorables para reducir la brecha que suele haber entre la producción de saberes científicos y lo que sucede día a día en la sociedad.

Esta atención e interés de la muy influyente prensa televisiva por los aportes que podamos hacer desde la Facultad de Comunicación al tratamiento de los temas sensibles sintoniza con mi implicación en el estudio de la migración y es congruente con una honda convicción personal: se necesita una mayor interacción entre las diversas colectividades para afianzar la cohesión social y garantizar la paz democrática: academia, instituciones, medios, ciudadanía..., ensayando propuestas y dialogando.

Quizá en España o en el Perú, todavía estamos a tiempo de suscribir un pacto de enriquecimiento general: que sea noticia, siempre, la generación de conocimiento y su transferencia del aula a la calle.

[2023, finales de octubre]

La ficción y mi realidad

Hay quienes le temen a la página en blanco, a otros nos asusta el escritorio vacío después de vaciarnos por completo al terminar un libro. Cual Penélope del ciclo homérico, a veces emprendo la literatura destejiendo en la tarde lo que hago en la mañana, con el objetivo idílico de continuar sumergido en la historia. Al cabo de meses o años inmerso en un universo creativo, que se deja atrás con el punto final, mi satisfacción de escritor es equiparable a la enigmática y compasiva soledad que sobreviene en los días siguientes de entregar el original.

En 2019, en los meses previos al cierre del mundo por la pandemia, estuve en la ciudad de Córdoba en Argentina buscando las pistas sobre la incursión en Crimea de unos astrónomos que pretendían medir un eclipse para favorecer a Einstein y su teoría de la relatividad. Asumí que haría mía esa historia, pero como un homenaje al libro más famoso de Stefan Zweig y con el protagonismo de una traductora peruana. Con el paso del tiempo comprendí que la novela debía ser más breve de lo proyectado, a fin de tensar la interacción de personajes secundarios como el joven Jorge Luis Borges o la sabia Gabriela Mistral. Así, intenté un primer borrador durante los confinamientos por el coronavirus y lo retomé este año, impulsado por las complicidades de la inteligencia artificial.

Tardo en redactar el inicio de una historia, porque el trabajo literario trascurre en mi mente durante un largo periodo de incubación. Antes de volcarme a las palabras, he tenido que procesar la significación de múltiples elementos narrativos; por ello, la escritura de una novela, por breve que sea, es una inclinación lenta y procedimental hacia las posibilidades de relatarla, en vez de la determinación inapelable de hacer algo. Asunto diferente es la tarea con el lenguaje, ese ejercicio contable de juntar miles de veces las veintitantas letras del alfabeto para contar. Entonces, no temo a la página en blanco porque la necesito así: dispuesta e inagotable, un lienzo que aguarda hasta la maduración de mi idea.

Días atrás mandé el original terminado a mi agencia literaria, con sus escasas 70 páginas de entrega y anhelo; un archivo que han impreso para leer y apreciar. Pronto, ese equipo en Barcelona la empacará con un moño muy vistoso para atraer a un puñado de editoriales; de este modo, la bandada de páginas seguirá su alado porvenir. Aunque me emociona terminar un libro, también lamento terminarlo; es asumir una nueva cotidianidad, en la que debo pasar a otra cosa. Algo de mí se fue con esa noveleta y quedará para siempre repartido entre la ficción y mi realidad.

[2023, mediados de octubre]

Un antiguo esplendor

Todo viaje al Perú es una vuelta a los orígenes.

Esos ratos en familia que intento multiplicar de un distrito a otro; el presente que nos contamos y el futuro para el cual nos preparemos. Y el ayer, ese que tenemos en común con los relatos de lo vivido; aunque también está el ayer de mi lugar de nacimiento, ese tiempo que emerge desde siglos atrás entre el caos de la ciudad, su ruido y la explosión cromática. De noche nos internamos en el pasado arqueológico en el corazón de San Isidro, de espaldas a los edificios y un restaurante: la Huaca Pucllana, a unos kilómetros del mar, con vistas al mar frente a su cúspide de pirámide trunca que sigue trabajándose día tras día, desde hace cuatro décadas, cuando la rescataron del olvido en una Lima extraviada. Una herencia de los pueblos originarios que, en obras despaciosas para ir seguro, se alista para renacer.

Todo viaje al Perú me deja la sensación de que es el último; y ese pasado, la noche, lo nuestro. Un antiguo esplendor.

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[2023, incios de octubre]

En otros horizontes

Medio siglo atrás se publicó una novela peruana que debió lanzarse cuatro años antes, no en Lima sino en Buenos Aires, no por Mosca Azul sino por la Editorial Sudamericana, la misma que había publicado hacía poco aquel hito titulado «Cien años de soledad».

Sucede que la novela peruana «Los hijos del orden» (1973), del joven e inédito escritor Luis Urteaga Cabrera, había ganado el premio que auspiciaba esa editorial con la revista «Primera Plana» (ambas, intervenidas al poco tiempo por la dictadura rioplatense de entonces). El jurado internacional estaba conformado por el cubano Severo Sarduy; la argentina María Rosa Oliver, que fue una de las fundadoras de la Unión Argentina de Mujeres y de la revista Sur, junto a Silvina Ocampo; y el uruguayo Juan Carlos Onetti (esto se consiga en la referida revista, número 338, p. 77, junio de 1969). Si el primer lugar recayó en nuestro compatriota (quien había dejado las Matemáticas en Trujillo y la Medicina en Lima, todo por la escritura), el finalista fue Manuel Puig con su novela «Boquitas pintadas» (que sí fue lanzada por Sudamericana, con adelanto en la revista «Ojo», número 1, pp. 44-45, agosto de 1969, publicación heredera de «Primera Plana»; una y otra con Tomás Eloy Martínez como jefe de Redacción).

Y de «Los hijos del orden» (edición definitiva a cargo de Editorial Casatomada, 2014) hablé en la Casa de Colón en Canarias, a los pocos días de regresar del Perú, en el Congreso Internacional que tenía la premisa de revistar el Boom latinoamericano. Opté por tomar una autopista del sur, frente a la obra de Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes y García Márquez, con la finalidad de ir hacia las espaldas del canon y alumbrar entre sus sombras. Fue una oportunidad tan entrañable como académica para situar a Urteaga Cabrera en otros horizontes.

[2023, finales de setiembre]

De mis orígenes

Jamás se deja atrás el Perú ni se sale indemne de sus contrastes, sus dolores, sus dichas y su porvenir tan esquivo. Dispuesto a preparar el lunes que tendré en Canarias, desde este domingo en el aeropuerto de Lima, admito que es imposible pensar en mañana cuando he vivido tanto esta redonda semana entre compatriotas. Ese barniz de nostalgia que tiñe mi alegría cala hondo, en un revoltijo de anécdotas, imágenes y sensaciones que se sintetizan en una palabrita sin enemigos ni detractores: gratitud, al cabo de unos días en el territorio de mis orígenes.

[2023, mediados de setiembre]

Los susurros del Atlántico

A ochocientos metros de casa hay un castillo, pero nada tiene que ver con esos lujos versallescos de hipnóticos espejos y jardines floridos en las capitales europeas. Es una construcción maciza que fue erigida en el siglo XVI para defender la ciudad de los ataques de piratas y corsarios. Aunque sus piedras cuentan una historia de sangre y resistencia que se remonta quinientos años atrás, hay otros bienes que remiten a tiempos todavía más antiguos: en una urna se conserva la edición facsimilar del «Jikji», un libro de origen coreano y de espiritualidad budista que la Unesco ha certificado como la publicación más antigua de tipos móviles: 1377, una ochentena de años antes que Johannes Gutenberg popularizara su técnica de impresor.

Cabe anotar que las publicaciones de tipos móviles fueron significativamente más económicas que los libros medievales, por cuestiones tan sencillas como los materiales empleados y la modalidad de fabricación; por ello, corre el rumor desde Maguncia hasta Canarias de que Johannes Gutenberg, el gran orfebre que impulsó la técnica en Occidente, hizo pasar sus primeros ejemplares de máquina por libros hechos a mano. Se ganaba un dinerillo extra con la confusión editorial y las expectativas artesanales.

Con caminar ochocientos metros más, dejando atrás el Castillo de Mata y la avenida Primero de Mayo, en dirección al mar, hay otro lugar con libros; sin embargo, en esa delicada construcción no hay urnas para salvaguardar las publicaciones sino un centenar de estantes para albergarlas todas, como si fuera el reino de esos alados cómplices: la Biblioteca Pública del Estado, donde leer es una actividad sigilosa de inmersión oceánica ante los susurros del Atlántico.

[2023, inicios de setiembre]

Mientras salíamos por la escotilla

El Puerto de Mogán tiene una belleza que enternece y es el único lugar donde he vivido un episodio literal de inmersión: la aventura en un submarino amarillo.

Éramos una treintena de personas, entre adultos y niños, que fuimos ubicándonos a babor y estribor en ese prodigio tecnológico que era supervisado por dos pilotos, aunque dirigido por una computadora. Los mayores manteníamos un silencio reverencial frente al espectáculo oceánico y los pequeños iban de un asombro a otro ante los ojos de buey, en vez de las pantallas de nuestros entretenimientos convencionales. Nos fuimos sumergiendo cinco, diez, quince, veinte metros…, como quien sube a un edificio de diez pisos en un ascensor con vistas, aunque nerviosamente al revés.

Seis motores eléctricos y silencio en ese entorno de azules que iban del claro al oscuro. Para los niños eran minutos de juego y de aprendizaje, tumbados en las butacas para seguir con la mirada la trayectoria de los peces o familiarizarse con los corales artificiales en el fondo marino, distribuidos ahí para favorecer el desarrollo del ecosistema, tal como se hace con las peceras en las casas. Por supuesto, había vestigios humanos en el océano: un par de barcos herrumbrosos y hundidos durante décadas, convertidos en paisaje acuático.

Así, un submarino amarillo de ciento ocho toneladas de peso y dieciocho metros de eslora es también un laboratorio de experiencias. ¿En cuánto se multiplicó y ramificó la imaginación infantil, viendo el planeta que se oculta bajo la superficie cristalina? ¿Algún pequeño concibió, en esos instantes de agua eterna, una imagen de su futuro? Un viaje de vacaciones, tanto como un aula de clase o una excursión escolar, puede definir el provenir de una mente curiosa y trazarle una dirección. Quizá, mientras salíamos por la escotilla hacia el Puerto de Mogán, emergía desde su niñez una bióloga, un ingeniero de trasporte marino o una oceanologa.

[2023, finales de agosto]

Hay memoria del Perú

En la casa de José Saramago (1922-2010) el reloj marca, eternamente, las cuatro de la tarde, que es la hora en que el escritor conoció a Pilar del Río, su traductora y esposa. Y es la hora en que llegamos a esa visita en Lanzarote, una isla del archipiélago canario con viviendas pintadas de blanco, ventanas de color verde y tierra negra de origen volcánico.

Ahí estaba el olivo que Saramago transportó en sus piernas desde su natal Portugal, ahí estaba su mesa de escritura con las patas mordisqueadas por sus tres perros (que han sido personajes de sus novelas, como en «Ensayo sobre la ceguera») y el sillón exterior con dirección al mar, donde me senté a mirar lo que él miraba. Llegué hasta ahí con un libro cuadrangular en las manos: «El cuento de la isla desconocida», edición de noviembre de 1998, un mes después de la concesión del Premio Nobel de Literatura y un mes antes del discurso en Estocolmo. Pilar tomó el ejemplar y lo firmó, pues es la traductora de esa belleza ilustrada que se vendía a mil pesetas.

Tarde con ola de calor y lo rojizo de la calima, este 10 de agosto en que Pilar conmemoraba los 111 años del nacimiento de Jorge Amado, otro referente en lengua portuguesa; hablamos de los 25 años del premio a Saramago y encaminamos los recuerdos hacia los buenos amigos en común, como Santiago Roncagliolo (a quien le mandamos foto y mensaje de voz, a gritos).

Y ahí seguía mi país en esa casa hispano-portuguesa de libros, desde la piedra que Saramago cogió en Machu Picchu (y que la familia mantiene en una urna de su estudio, junto a otras) hasta el dato crepuscular de que los últimos escritores que lo visitaron en su salón fueron Claudio Magris (el italiano a quien debo mi visión del viaje como algo infinito) y Mario Vargas Llosa (antes de recibir el Premio Nobel de Literatura); ellos, en 2009, tuvieron un encuentro en Lima para el público de la Biblioteca Nacional. Así, en el Atlántico, también hay memoria del Perú.

[2023, mediados de agosto]

Las cartas del Boom

Toda amistad es una historia de amor, tal como lo manifiesta palabra tras palabra el archivo epistolar del Boom latinoamericano que han editado Aguirre, Martin, Munguía y Wong en medio millar de páginas. Si en los años cincuenta del siglo pasado comenzó el cortejo entre cuatro escritores esenciales, en los sesenta estalló el romance con sus pasiones y entregas; la década del setenta fue el tiempo para consolidar los afectos o dar rienda a las discrepancias y rupturas; más adelante, el calor sosegado de sentimientos maduros entre los sobrevivientes.

Anoche comencé con el libro y ha sido un no parar. Carlos Fuentes y su estridente admiración por Gabriel García Márquez, Gabriel García Márquez y su imperiosa necesidad de Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y su incombustible fidelidad hacia esos tres. La correspondencia entre escritores célebres es un género extraliterario que brilla por su hibridez: canibaliza el ensayo, se narra lo vivido y hay despliegue de lirismo en las introspecciones; así, poco tienen de íntimas estas cartas, ya que la expresión fluye desde lo privado a lo público.

Además de su valor documental, este archivo crea la atmósfera de una novela epistolar con destinatarios entrecruzados: camaradería y complicidad, los grandes hechos de generosidad y la hondísima barrera de la incomunicación entre expertos del lenguaje… Las fórmulas lingüísticas que usan entre sí los corresponsales van mudando y mutando con el tiempo, perdiendo intensidad y menguando en extensión, como un fuego que se va apagando sin terminar de extinguirse.

En este archivo epistolar hay hitos emblemáticos como la concesión del Premio Nobel al escritor colombiano, el sismo que provoca el caso Padilla entre los intelectuales y el lanzamiento de la novela que trasforma el horizonte de la narrativa latinoamericana en 1967, en torno a lo cual hay una carta que va por duplicado, tanto por valiosa como por ejemplar. Es la trascripción que hace Fuentes a García Márquez de la correspondencia que envío, un día antes, a Cortázar. Fechada el 22 de julio en Venecia para el “maestro y arcángel”, dice así:

“Te escribo con la necesidad imperiosa que siento de compartir un entusiasmo. No sé dónde anda en estos momentos Gabriel García Márquez, y puesto que no puedo escribirle al autor, te escribo a ti, a quien todos debemos tanto (este TANTO indefinible que es un aire nuevo, un campo más ancho, una constelación que se integra). Acabo de leer «Cien años de soledad» y siento que he pasado por una de las experiencias literarias más entrañables que recuerdo. Conocía partes que Gabriel me había dejado leer; pero todo mi entusiasmo previo no me preparaba para la deslumbrante totalidad de esa crónica exaltante y triste, para esa prosa sostenida sin desmayo, para esa imaginación radicalmente liberadora. Me siento distinto después de leer el libro […]”.

Asimismo, nadie queda igual frente al torbellino seductor de «Las cartas del Boom» (Barcelona, 2023).

[2023, inicios de agosto]

Aportando diferencia y concitando satisfacción

Cuando terminamos la cena, el administrador del restaurante se acercó a nuestra mesa para entregarnos un impreso del Menú Experiencia que habíamos disfrutado desde las siete y media de la tarde hasta las once de la noche. Lo dejaba en nuestras manos para el recuerdo de una fecha tan especial: además de cumplirse los 202 años de la República del Perú, celebrábamos nuestro primer año en Gran Canaria.

El detalle de una cartulina blanca, sobriamente plegada, coronaba una puesta en escena gastronómica que no dejaba nada al azar, como la variedad multicolor de la cubertería y los diversos materiales de la vajilla; también, por supuesto, la elegancia extrovertida del personal. De la docena de delicatessen que probamos, nada superó al camarón de Mogán: una menuda torre que comenzaba con espuma hasta elevarse con sabores y texturas. Cuando le preguntamos al administrador si ese era el plato estrella, nos comentó que la estrella Michelin ganada por el restaurante se debía mucho a esa fantasía marina que, servida en nuestra mesa, ocupó el centro de un plato inmenso.

La existencia de ese establecimiento, su subsistencia tras la pandemia y el prestigio que preserva dependen de un hallazgo de creatividad que es una pequeñez, sencillo sin dejar de ser admirable, comedido además de suculento. Más allá de sus méritos, aquel camarón de Mogán es un hallazgo ínfimo frente al vasto universo de lo culinario. Sin embargo, a partir de ese logro, se ha erigido lo demás en ese restaurante con vistas al Atlántico, como si la nimiedad de ese platillo de espuma y torre buscase recordarnos algo esencial: la vida no consiste en hacer todo y a lo grande todo el tiempo y grandemente; por el contrario, lo memorable está en ese pequeño destello de brillantez que nos define, aportando diferencia y concitando satisfacción.

[2023, finales de julio]

Tres mares de por medio

El Día del Perro no celebra al "mejor amigo del hombre", sino que evoca una fecha icónica de la traición humana a ese animal. Fue el 21 de julio de hace diecinueve años que Naciones Unidas publicó su demoledor informe sobre abandono de mascotas en el hemisferio norte del planeta.

Avanza el verano, se terminan de planificar las vacaciones y hay quienes no incluyen, en la organización de su merecidísimo descanso, la gestión responsable del peludo ser vivo que tienen a su cargo.

De acuerdo con el informe de la Fundación Affinity, hasta el año pasado en España se conseguían recoger 33 animales de la calle cada hora; mientras que National Geographic difundía un informe prepandemia que situaba en 4 millones el número de animales abandonados en Lima (es una cantidad mayor a la de uruguayos que hay en Uruguay; un país, dicho sea de paso, con una ley de protección animal).

En España, la ley de protección de los derechos y el bienestar de los animales tiene poco más de cien días de vigencia; imperfecta como es, sí castiga el abandono de animales domésticos con multas en euros que llegan a los 200 000 y trabajos en beneficio de la comunidad. La tendencia actual es que los marcos jurídicos de los Estados protejan no solo a nuestra especie, sino también a otras.

Y pensar que la Moka fue una cachorra abandonada (ser perra, parece, es más difícil que ser perro) que llegó a ser rescatada por gente buena y, al final, nos adoptó un día como hoy, diez años atrás y con tres mares de por medio.

[2023, Día del Perro]

Nuestro verano más caliente

Compro el periódico del domingo y leo su contenido con escasa periodicidad; por lo general, los acumulo durante meses, como este del 30 de abril que he terminado de revisar a mediados de julio. Es «El País», que Paco me guarda semana tras semana, junto con la colección de libros “Por amor a la ciencia”.

Soy de las personas que avanza su periódico con una morosa curiosidad por los artículos de fondo, sin excesivo interés por las noticias del día a día. Así, la actualidad me pasa por encima: mientras se recrudece una protesta social en un lugar remoto, yo me estoy familiarizando con sus antecedentes políticos; mientras se define el marco legal para una tecnología emergente, yo me estoy enterando de sus ensayos y prototipos. Para toda pregunta sobre la guerra en Ucrania o los resultados de las ligas de fútbol, tengo un desfase de 79 días. En cuestiones de prensa, llevo la vida en diferido.

Tal como acumulo «El País», he acumulado sus correspondientes 18 títulos sobre ciencia, con sus cubiertas de tapa blanda de solo cuatro colores: blanco, azul, escarlata e índigo. Sé que no podré leerme todos esos ejemplares en estas vacaciones, pero intentaré con sus prólogos, resultados de investigación y conclusiones para entender algo extra sobre biología, física o astronomía. Por supuesto, esto impactará en el ritmo con que leo mis periódicos: es probable que el próximo invierno me encuentre revisando las recomendaciones de la prensa dominical para afrontar nuestro verano más caliente.

[2023, mediados de julio]

Hablar con el resto

No importa cuántos años vivas en el extranjero, ya sea en tu idioma o bajo otro sistema de signos, la diversidad lexical es un horizonte conflictivo; el mío, por ejemplo, no ha pasado de peruano a español por asuntos de interacción personal ni rechaza las palabras de aquí con impermeabilidad, como si mis vocablos y expresiones fueran diamantes que resisten la erosión cultural, lo que viene sucediendo es una duplicación de términos para hablar de lo mismo, cambiando el significante y adecuando el significado. Si la comunicación implica tratar de comprendernos, yo lo intento en los límites de mi arraigo e identidad, tal como ocurre en la universidad.

Aquí le llaman “asignatura” a lo que en Perú sería el “curso”; por ello, hablan de “curso académico” para lo que en mi tierra sería el “año académico”. Tenemos “rúbricas” para calificar, con sus múltiples parámetros, y “claustros”, en que docentes e investigadores nos reunimos para debatir. Recuerdo aquel día infame, no para mí sino para mis estudiantes, en que anuncié la presentación de sus trabajos finales para el viernes siguiente. Aquella jornada, en vez de limitarse a subir sus archivos al campus virtual, llegaron con sus diapositivas para exponer sus contenidos: el verbo “presentar” lo entienden como “exponer”, mientras que para mí es “entregar”.

Esto, que ocurre en las aulas, también sucede en el ámbito doméstico. El gasfitero que vino a revisar uno de los caños de la casa se presentó como el fontanero que se ocuparía del grifo. Al final del trabajo me pidió el cepillo, la pala y la fregona, con el objetivo de dejar todo limpio; él necesitaba lo que en mi casa siempre ha sido la escoba, el recogedor y el trapeador. Esto, que ocurre en el castellano de Gran Canaria, tenía sus dobleces en Barcelona, donde además estaba la variante de la lengua catalana: un perro era un perro, sí; aunque también un gos.

Asimismo, sucede que yo digo con más palabras lo que se puede expresar con menos; por ende, mi comunicación oral y escrita tiene la cualidad añadida de abusar de los añadidos. Como los niños cuando se salen de los bordes al pintar, yo coloreo de esa manera mi lenguaje. Por todo ello, estoy convencido de que ahora vivo a otro ritmo, más sosegado y meditabundo, porque en mi mente hay un ejercicio perpetuo e ilimitado de traducción intralingüística; hablo conmigo, antes de hablar con el resto.

[2023, inicios de julio]

Da gusto

Nos hablaron de un viejito en el barrio de Vegueta, con sus 540 años a cuestas y oriundo de la Serenísima República de Venecia, según los expertos que evaluaron sus características. Fuimos a verlo y lo encontramos rodeado por otros de su misma estirpe, algo más jóvenes.

Nadie sabe muy bien cómo llegó a Las Palmas de Gran Canaria, fundada un lustro atrás, en 1478; si viajó en una carabela, como las que guio Cristóbal Colón hasta aquí antes de tropezarse con América, o en un galeón, que también movilizaba libros entre sus productos comerciales y sus pertrechos de guerra. Lo cierto es que proyecta una imagen solemne, con esa calidad antiquísima del papel y la escrupulosidad de la impresión; sus bordes ajados y las marcas de humedad son como las arrugas del rostro y flacidez de la piel a una edad avanzada: simples huellas del paso del tiempo, lo que tiempla el espíritu.

Se les llama incunables a esos libros que, por lo general, fueron impresos en la segunda mitad del siglo XV; son ejemplares forjados en prensas de tipos móviles, que llevan la modernidad industrial en su corazón medieval, y tienen rasgos distintivos que, poco a poco, cayeron en desuso: la falta de una cubierta original y de portada, las dos columnas por página, las instrucciones al pie para el plegado de los folios y un colofón de maquetación geométrica con los créditos editoriales. Quizá el detalle más bello y común de los incunables es el recuadro en blanco, libre de tinta, al inicio de los capítulos; ese objetivo preciosista y nostálgico con que el impresor dejaba espacio para un artista de la caligrafía, quien trazaría a mano alzada sus letras capitulares.

En el viejito de 1483, que alberga el Museo Canario, predominan estos detalles, tal como pudimos constatar con la curiosidad de los sentidos: contemplar el ejemplar, olfatear su antigüedad, acariciar sus texturas y correr las páginas para escuchar sus murmullos; aunque su perfección no es comestible, da gusto.

[2023, finales de junio]

Esto va creciendo

El proyecto se llama Canarias Cuenta y consiste en elegir algunas piezas literarias, de este lado del mundo, para hacer breves audiolibros con ellas. Un cuento de expresión fantástica de Pérez Galdós, un poema de Viera y Clavijo, la prosa testimonial de Aldecoa, la ficción de Pla sobre la eternidad… Esta escritura de siglos es acogida por estudiantes de la Facultad de Comunicación, quienes graban su acervo cultural.

Canarias Cuenta es uno de los proyectos de la Cátedra en Comunicación, Internacionalización y Aeronáutica de la aerolínea Binter y la Universidad del Atlántico Medio, con el pleno respaldo de la decana y un grupo de fieles cómplices que se dedican a practicar los textos, pasan horas ante el micrófono e, incluso, entonan un trío de cántigas para enmarcar algunos versos; por supuesto, después están las jornadas de edición, de las que también se encargan. Ellas y ellos son la voz.

Serán nueve pistas este 2023, que incluyen las fábulas literarias de Tomás de Iriarte y la crónica de navegantes que escribió Giovanni Boccaccio hace casi 700 años, en torno a las islas Canarias. A la fecha, hemos producido tres audiolibros; o sea, esto va creciendo.

[2023, 24 de junio]

Por donde circula el futuro

Los porcentajes de empleabilidad entre personas con doctorado son altos; en Europa suelen estar por encima del 96 %. Ese dato, que podría justificar la decisión de seguir uno, se correlaciona con otro indicador de las garantías laborales: la tranquilidad económica para el ejercicio del trabajo; por ejemplo, todo lo que costó mi máster (un año) y mi doctorado (cinco años) en España es menos, euro por euro, que lo recibido aquí con mi primer sueldo. Seis años de inversión educativa en universidades públicas, quedaron amortizados en agosto de 2022; un mes que fue, además, de vacaciones. Condiciones del modelo comunitario. (Umberto Eco, en su clásico libro «Cómo se hace una tesis», iba más allá: defendía y argumentaba que las investigaciones doctorales debían estar subvencionadas; el tipo de actividad que se realiza sin preocupaciones monetarias).

¿Pero qué es un doctorado? Una travesía de laberintos intelectuales que hunde sus raíces hasta el título del grado (esos cuatro, cinco, seis o siete años para ser médico, abogado, lingüista o ingeniero) y el máster o maestría (uno o dos años extra). Por lo general, el doctorado es la dedicación casi exclusiva y sin sosiego a una cuestión problemática que se busca desentrañar (un añadido de tres a cinco años). Así, una persona con doctorado es una experta en algo en concreto, de tal modo que tiene una voz autorizada en su materia de estudio. Ni mucho más, ni mucho menos. En suma, el especialista que ha conquistado un objetivo esencial, al cabo de una década de tenacidad, paciencia y compromiso, tan agotado como satisfecho.

El nicho de trabajo para una persona con doctorado ha sido, por siempre, el ecosistema de las universidades; sin embargo, las perspectivas de atracción del talento en el siglo XXI ampliaron y ramificaron los horizontes laborales. Una persona con doctorado, por las situaciones que administró durante un tiempo y su experiencia de picapedrero en el campo de la investigación, está cada vez más inserta en la gestión pública de ámbito gubernamental y la empresa privada de naturaleza múltiple, directa e indirectamente. Nada de lo humano le es ajeno a un doctorado, dado su valor intrínseco y rareza en la sociedad.

El 1,1 % de la población en Europa tiene un doctorado, mientras que en España la proporción se reduce: 0,7 %. Y tanto España como el Perú, por mencionar dos naciones, necesitan de más personas formadas en el tercer ciclo de los estudios universitarios oficiales, con todo lo que exige de creatividad y análisis, de recogida de información y práctica estadística, de manejo de fuentes y análisis de datos; incluso, de nuevos aprendizajes para fijar la trazabilidad de los procesos y tratar con las tecnologías emergentes. Si el progreso depende de las posibilidades de innovación, es la innovación lo que define una tesis doctoral; ahí está uno de los carriles por donde circula el futuro.

[2023, mediados de junio]

Recuerda en la isla su vida en Barcelona

Si en 1969 los tres astronautas del Apolo XI visitaron Gran Canaria después de explorar la Luna, pasando del satélite a la isla como el colofón de su gran salto para la humanidad, una década más tarde algunas estrellas del cosmos literario en español dieron sus pasos por las calles de este barrio: era el primer Congreso Internacional de Escritores en 1979, a inicios de junio.

Con un Comité Organizador conformado por Ernesto Sabato, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y otros varones más, que jamás llegaron, el evento estuvo presidido por Juan Carlos Onetti, quien protagonizó un brindis bastante silencioso con su querido Juan Rulfo; o así lo evoca la brasileña Nélida Piñón en su crónica del evento.

Entre los invitados por el Perú estaban figuras como Antonio Cornejo Polar y Julio Ramón Ribeyro; también se fueron sumando otros colegas como Carlos Thorne y Carlos Germán Belli, de cuya fotografía he pedido una copia a la gente del archivo de la Casa de Colón, donde se celebró aquel primer Congreso Internacional.

Estoy husmeando en la documentación de lo que sucedió hace más de cuatro décadas porque este 2023, en setiembre, vuelve el Congreso Internacional a Gran Canaria; de nuevo, en la Casa de Colón, donde se conservan las cartas de invitación de 1979, los boletines y programas, un puñado grabaciones en audio, imágenes impresas y digitalizadas, varios recortes periodísticos; además de las piezas autógrafas que algunos escritores trazaron en cartulinas, como aquella en que Eduardo Galeano recuerda en la isla su vida en Barcelona.

[2023, inicios de junio]

Del estadio de Gran Canaria

La poeta Elsa López me contó que estaría en Gran Canaria para un recital en el Gabinete Literario.

Aunque era una gala benéfica y se iba a celebrar a menos de tres cuadras de la casa, dando la vuelta al Conservatorio de Música, tuve un instante de duda porque el encuentro literario parecía coincidir con el máximo evento futbolístico del año en la isla: el partido en que la Unión Deportiva Las Palmas se jugaba su ascenso a la primera división de la Liga de España, después de un quinquenio en la segunda profesional. Frente a la intimidad de la poesía, un acontecimiento de masas.

Decidí llegar al Gabinete Literario un buen rato antes de la cita, pues todavía no había tenido la oportunidad de recorrer sus instalaciones, con excepción de la terraza para disfrutar una y otra vez de su arroz con leche. Inaugurado hace 180 años bajo un estilo modernista, por fin atravesaba sus pórticos, ascendía por sus escalinatas, fisgoneaba por sus ventanales y ponía a prueba la comodidad de sus mullidas sillas. Elsa López ya estaba en el Salón Dorado, junto a otras poetas.

Si el África fuese la cabeza y el cuello de una persona, Liberia sería la barbilla y Gabón, la manzana de Adán; la poeta nació al norte de esa región: la provincia de Fernando Poo, cuando todavía no se había proclamado la república de Guinea Ecuatorial. Creció en la isla de La Palma, a los pies de un volcán, y se doctoró en Madrid, donde dirigió la Sección de Literatura del Ateneo. Sus poemas suelen retornar al mar y remontarse a sus orígenes, en un continente expoliado.

Antes de que comenzase el recital, Elsa López tomó mi ejemplar de su libro «El país de mi abanico» y trazó una dedicatoria, con su esmerada caligrafía. Pensaba que era mejor dejarme su firma antes de la gala, porque al final estaríamos corriendo por el partido de Las Palmas. Y así, después de la poesía que fluyó verso a verso durante noventa minutos, sobrevino el fútbol; esa prosa que paralizó la isla y sacudió las gradas del estadio de Gran Canaria.

[2023, finales de mayo]

A capela

Veinte años atrás me situé ante un micrófono con toda mi inexperiencia como emblema y encontré, sin buscarlo muy en serio, una actividad que está impregnada de belleza: es palabra e imaginación. Echando la vista atrás, comprendo que muchas de las cosas más bonitas que me han pasado en la vida, sucedieron en torno a la radio: camaraderías inolvidables, el amor, colegas a manos llenas…

Si en la primera década del siglo XX fue el programa “La divina comedia” en 11.60. Radio Noticias (2003-2006), en la segunda ceñí mi propuesta a una máxima brevedad con “La dieta del lector”, secuencia de seis minutos que difundía Filarmonía (2014-2017). Fiel a mi deriva, en esta tercera década con los podcasts en expansión y los audiolibros en alza, opté por tomar cierta distancia del micrófono: procuro estar detrás, con el fin de que la juventud de nuestra Facultad de Comunicación explore las posibilidades de hacer cultura con sus voces; puedan ser tan dichosos como lo fui a los veinte años, con efectos que perduran.

Los profesionales en inteligencia artificial y realidad virtual de la Atlántico Medio me recuerdan que las tecnologías emergentes consiguen, cada vez con mayor regularidad, replicar el habla humana; sin embargo, me aferro a una verdad inestable: “No hay dos voces iguales” (lo aclaraba así el diario «El Mundo», aunque seamos ocho mil millones de personas en la Tierra). Y en ello vamos, con el respaldo de la decana y el aliento de los compañeros de la universidad.

Anteayer estuvimos grabando algunas pistas, igual que la semana anterior y la previa para tener listo un puñado de emisiones del proyecto que hemos urdido durante meses: un viaje por la literatura de las islas; incluso, nos pusimos a prueba ante la tradición popular con una canción de cuna, el arrorró que grabó una estudiante en ochenta segundos a capela.

[2023, mediados de mayo]

La tragedia cotidiana

Voy por las calles propias y ajenas prestándole una meticulosa atención a las placas que, desde el suelo o en los muros, cuentan las pequeñas historias de las ciudades; a veces son el recordatorio de un local que sobrevivió al paso del tiempo, a veces es la mención de una persona que consiguió algo excepcional. Esos mensajes labrados en mármol y en hierro servían para glorificar el pasado, redundando en lo célebre de un lugar o un personaje; ahora cumplen, también, la misión de cuestionar el presente sin lirismos ni eufemismos.

En el barrio de Sants en Barcelona leía, al lado de la puerta de un edificio: “Aquí no vivió un famoso. Vivió una persona desahuciada…”. De este modo, quedó fijado en letras de molde un dolor: a la gente la sacan de su vivienda; disuelto el sentido de hogar, una casa reducida a paredes. Así, el vecindario se niega a olvidar y ensaya la memoria ante la tragedia cotidiana.

[2023, inicios de mayo]

Festivo y apacible

Desde anoche, el barrio se ha movido con un ritmo tan festivo como apacible: domingo en víspera del Día del Trabajo.

Esta mañana, bajo un cielo coqueto y una primavera con furor de verano, el plan era manifestarnos en las calles y descansar en los parques, hacer comunidad desde las pancartas hasta las banderas. Lo dicho: festivo y apacible.

[2023, Día del Trabajo]

Una letra impresa

Algo de refugio y algo de evasión encontré en los libros, cuando dejé atrás la adolescencia. Y el hechizo de ese dispositivo centenario se ha mantenido en mí. Aunque fui un lector tardío, remonté el tiempo con una voracidad que me duró años; además de ser metódico y persistente.

Me entregué al ocio fértil de la lectura con la planificación del ingeniero, que pude ser, y la necesidad del escritor, que estaba decidido a construir.

Y es que, jamás me he tomado en serio un objeto con la devoción que prodigué a los libros; mis sentidos se regodean ante su naturaleza, desde la textura hasta el aroma; mientras que mi sensibilidad e intelecto son confrontados por sus contenidos. Aprendí a estudiarlos.

Con esas páginas, que tenían la consideración de hablarme exclusivamente a mí, comprendí los modos de expresarme mejor y encontré las palabras para trasladar a la escritura lo que pensaba y recordaba. El mundo interior y el mundo exterior adoptan una dirección más confiable y amigable cuando me apoyo en los libros.

He palidecido ante una historia, lloré ante otras y reí con tantas. Atesoro tramas ficcionales como si fueran anécdotas de amigos y versos que repito tal como hago con las canciones populares. Muchos son los títulos por los cuales he recorrido miles de kilómetros con el anhelo de hablar de sus cualidades o hallar nuevos; por todo ello y como hoy, 23 de abril, siempre regreso a casa con alguno extra, haciendo peso en mi maleta pesada y aligerando la densidad de una realidad que siempre será mejor junto a una letra impresa.

[2023, finales de abril]

Año en Canarias

El viernes de setiembre que se concedía el Premio Formentor en Las Palmas de Gran Canaria, se anunciaba el inicio de una tormenta tropical. El verano se iba a despedir con lluvias prolongadas e intensas.

Desde la mañana y durante todo ese día, las noticias convirtieron en alarma el fenómeno meteorológico: que además de la tromba de agua, colapsaría el alcantarillado y la ciudad se quedaría a oscuras, sin fluido eléctrico exterior e interior. Recuerdo que pasé por la bodega de María, que es el nombre castellano de nuestra vecina de China, y compré unas velas para afrontar los malos presagios; imaginábamos que nuestra isla sería una barquita inundada en el océano infinito. Las autoridades también imaginaban un fin de semana catastrófico y dieron la orden de suspender las clases el lunes, tanto las escolares como las universitarias.

La lluvia no fue mucha y el sábado, incluso, escampó. Salimos con paraguas al Hotel Santa Catalina para las Converses Literàries del Formentor, que había ganado la escritora rusa Liudmila Ulítskaya. Fue una tarde de inspiración y con sentido del humor, pues bromeamos con Xavi Ayén del diario «La Vanguardia» sobre lo alicaída que estaba la tormenta e intercambiamos querencias en torno a José Hierro con la poeta Elsa López, cuya obra recibió el Premio de Canarias ese 2022. Aquella noche, ya en casa, se fue la luz por unas horas.

Mi plan para el domingo era desayunar y volver al Formentor para escuchar a Ulítskaya en su última participación; además, quería pedirle que firmara mi ejemplar de su entrañable novela «Los alegres funerales de Alik». Sin embargo, en la ciudad estaba diluviando y el Atlántico se mantenía rabioso. En las noticias se hablaba de calles cerradas al tráfico vehicular y desagües reventados. Mientras apuraba el café, meditaba entre ir a pie o en bicicleta al Hotel Santa Catalina.

No pasó mucho rato hasta que nos tocaron el timbre. Los bomberos estaban en el sótano del edificio, calculando los peligros en nuestros estacionamientos. El agua llegaba hasta las rodillas, las suyas, y corríamos el riesgo de que nuestros autos quedaran sumergidos. Había que sacarlos de inmediato para llevarlos a zonas altas. Recomendaron que nos pusiéramos las botas de caucho hasta los muslos, tanto por los riesgos de electrificación como por lo mierdosa que estaba el agua. “Solo tengo botines impermeables”, dije. Recibí una mirada inmisericorde, como a un inepto y a un insecto.

Había que adentrarnos en el sótano. Se veía como una cueva profunda y negra hacía abajo, ese abismo donde todo podía ser asqueroso y arriesgado. Los peldaños de las escaleras pasaban de sucios a fangosos; al final, un líquido infecto que olía tan mal como se sentía. Cuando conseguimos llegar a nuestro Hyundai y salir de ahí, el panorama no fue mejor. En la calle flotaban las ratas muertas por todos lados, con la lluvia que convertía las pistas en ríos. Después de encontrarle un sitio al auto, volvimos a pie hasta la casa y arrojamos la ropa a la basura antes de bañarnos. Asumí que no tendría la firma de Ulítskaya en mi libro.

El lunes fue un día oscuro, como si el otoño fuera una estación gris. Tal como las clases de universitarios y escolares, casi todo estaba suspendido; a excepción de la bodega de María, que jamás cierra y atendía a su clientela. “¿Leche?”. “¿Huevos?”. “¿Atún?”.

Cuando llegue por fin el fin de los tiempos y la Tierra se caiga a pedazos, yo saldré a mi ventana para mirar a la esquina: si María no está, es porque se acerca el Apocalipsis. Entonces, tocará convertirme en Noé y hacer de mi isla una barca para recoger animales, incluso a las ratas que tanta penita me dieron en la tormenta tropical de mi primer año en Canarias.

[2023, quincena de abril]

La palabra "ayni"

Una palabra no bastará para salvarnos, aunque ciertos rincones de nuestra peruanidad se alumbran cuando rasgamos el silencio con un sonido tan cantarín y profundo como “ayni”, esa llave en quechua para abrirnos a la reciprocidad.

Se aproximaba abril con sus celebraciones librescas y me dio por imaginar que la universidad donde enseño e investigo se llenase de libros. En los pasillos, en los patios, en las aulas, en la cafetería. Libros tuyos, míos, propios y ajenos. Libros viejos, libros nuevos. Libros releídos, libros intactos. Libros recuperados, libros heredados. Poemarios y novelas, álbumes ilustrados y cuentarios, ensayos susurrantes y crónicas retumbantes. Fomentar un entorno para intercambiar libros, ya sea porque han sido compañeros de vida y su mejor destino es cobijar a otras personas o, también, porque no sintonizaron con nuestros intereses y merecen una segunda oportunidad en otras sensibilidades.

Mi idea del libro es móvil: que circule.

Frecuento esos lugares donde los libros se intercambian: abandonas uno para llevarte otro, sin la mediación del dinero. Esto va desde las iniciativas barriales en el balcón de un vecino hasta el local en un centro comercial del muelle donde las publicaciones tienen alas. No sé cuánto cuesta el metro cuadrado en esa mole, pero no tiene precio el tiempo que una persona mayor dedica a leer ahí, mientras que el resto consume. Aquel hombre enaltece el mundo y le imprime su pausa.

“¿Cómo le llamamos a todo esto?”, me preguntaron en la universidad cuando confesé mi anhelo de los libros libres. Entonces, recuperé un concepto de los Andes necesarios y ancestrales; ir hacia un vocablo menudo y modesto que habría de intrigar a la comunidad de colegas y estudiantes. Así, consiguieran familiarizarse con una visión lejana e identificarse con ella. Ahora, en estas orillas de España, puede sentirse un rasgo del Perú que más me enorgullece, gracias a la suavidad y sonrisa que entraña la palabra "ayni".

[2023, Semana Santa]

Coincidentemente

Coincidimos en que nos persiguen las coincidencias.

Estábamos en el mismo vuelo, porque tanto él como yo habíamos cambiado de aerolínea para volver a casa, después de pésimas travesías de ida hasta Cádiz por el Congreso de la Lengua.

Nos acordamos del 2019 en el Palacio de la Virreina, en La Rambla, donde presentó la edición conmemorativa de los diarios de Ribeyro y la anécdota de las «Prosas apátridas». “Cuéntala de nuevo, Enrique”. Y Vallejo, obvio, pues tenía conmigo una edición en español y en quechua. “¿Hablas esa lengua?”, me preguntó. Quise mentirle, decir que sí.

Cada uno tenía su relato de una escapada en auto de Barcelona a Colliure, en Francia, antes de que cierren las cocinas de los restaurantes y el cementerio donde enterraron al poeta Antonio Machado, motivo central del viaje. “Leímos unos versos ante la tumba”, le solté con ceremonioso orgullo.

Cada uno tenía sus revistas de años anteriores en el maletín, ese tipo de equipaje pesado e inútil con que algunos sobrellevamos los aviones sin ningún sentido de actualidad, poniéndonos al día con las notas del pasado como la pandemia o el mundial de 2022; además, hay entrevistas que no caducan, pensamos a la vez.

Vila-Matas había embarcado con un libro en la mano y le consulté si estaba leyendo algo de su autoría. Después de sonreír, se entretuvo un instante en sus meditaciones, mientras me mostraba la portada de un autor inglés. Entonces, preguntó:

—¿Has leído «Chaves», la novela de Mallea? —su curiosidad iba en serio.

Al final de todo, ocurre algo extra y sucede una foto. Y claro, señalamos, coincidentemente.

[2023, inicios de abril]

Play the piano

Pianos, han liberado pianos en Las Palmas de Gran Canaria.

Son nueve y el más cercano de casa está en una plaza que conmemora a un célebre alcalde de la ciudad con la figura de una mujer: la Loreto, que ejercía la prostitución y fue su amor imposible.

Cualquiera que pase tiempo en Las Palmas de Gran Canaria, podrá advertir que es un lugar de gentes desprejuiciadas, que llevan la vida con una actitud de alegría y sensatez que es tan honesta como espontánea; esto se percibe desde los monumentos que erigen hasta las melodías que inundan sus salas y espacios públicos; incluso, el trasporte.

Un piano estará montado en la línea 17 (un extra de música a un servicio que, ademas, es gratuito para residentes); el bus que va desde el Auditorio Kraus (donde escucharemos a Zaz) hasta el Teatro Pérez Galdós (donde se luce la ópera). Aquí, he de confesar, todo sigue un ritmo. Ochenta y ocho teclas sobre ruedas para los pasajeros que deseen tocar como jugando. Y es justamente lo que repetían los turistas esta mañana: “play the piano”.

[2023, finales de marzo]

Derrocha su amor

“El chico de las lapas”, le llama la gente del mercado y los restaurantes a ese señor de barba cana y ojos pequeños que siempre tiene una galleta, de las suyas, para complacer a la Moka.

Es un hombre sin casa, que vive en una carpa entre los peñascos que salpica el Atlántico. Forma parte de esa brutal estadística del sinhogarismo en España; es uno de los casi treinta mil en este país. Supongo que, por todas sus carencias económicas, el resto lo infantiliza llamándole “chico” e identificándolo de forma exclusiva con su pesca. Para mí es la persona que ama los perros, extraña a la suya y quiere a la nuestra.

No es un pordiosero ni vive de la caridad, pues se dedica al mar. Sin caña ni embarcación, es un hombre que pesca a mano cerca de las rocas. Lo suyo son las inmersiones de varios minutos, en que el mayor peligro no es la corriente oceánica ni la frialdad del invierno, son los pulpos. Con esos bichos inteligentísimos jamás se mete, pero van hacía él cuando bucea en sus dominios. Después de que ha conseguido sus lapas, tiene un puñado de segundos para subir a la superficie; es ahí, mientras apura la salida del agua, que los tentáculos enroscan sus tobillos como si él fuera una presa que huye. Comprende que es una reacción instintiva de esos depredadores y lo admite, sobándose la pierna llagada mientras me lo cuenta.

Así, vamos conversando algunas tardes, durante el rato que la Moka se deja mimar. A partir de sus palabras de pescador a mano y sin casa, voy comprendiendo cómo es la vida para quien tiene que buscársela entre la furia de las aguas, haciéndose de animalejos, poniendo en riesgo el cuerpo, sin faltarle el respeto a la naturaleza y necesitándola para su sustento.

Lo es cierto es que él no conoce mi nombre ni yo el suyo; tampoco es que haga falta el llamarnos de un modo o de otro, con las superfluas formalidades de los tratos del usted al tuteo; a fin de cuentas, el único nombre que tenemos de por medio es el de esta vieja perra que derrocha su amor.

[2023, mediados de marzo]

Bocanadas de cultura

Pongamos que este año, en el Día del Libro, todas las personas cruzamos las puertas de una biblioteca pública con la discreta y bienaventurada decisión de prestarnos algo para leer. Si esta iniciativa fuese una chispa que prende en España, ninguna de las 47 millones de personas que vivimos aquí saldría con las manos vacías; incluso, algunas podrían llevarse dos publicaciones para redoblar su satisfacción. Sucede que la colección del Estado se acerca a los 90 millones de documentos.

Pero claro, alguien me dirá: imposible, pues el 23 de abril de este 2023 cae domingo. Día inmóvil; víspera del lunes, que siempre es lunes por ser lunes en lunes con la resaca emocional del fin de semana. Cierto, pero no.

Hay bibliotecas que jamás cierran. La Insular, a unas cuadras de la casa (detrás de la Plaza de las Ranas), es como una estación de servicio: da servicio 24/7.

Apena que las bibliotecas capten tan poca gente, en comparación con los centros comerciales y los gimnasios, cuando en las públicas todo es gratis y sirven también para robustecer la masa; por lo menos una esencial: la encefálica. El hecho es las bibliotecas, igual, tienen su público. En España, las comunidades de Cataluña y Madrid son las de mayor devoción por ellas; en la primera, casi 3 de cada 4 personas son usuarias; en la segunda, más del 60 % de la población. Y estas dos comunidades son, justamente, las de menor número de bibliotecas por cada 100 000 habitantes. Los contrastes son agrios cuando muevo la lupa y me enfoco en el Perú.

De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística e Informática, menos del 5 % frecuenta las bibliotecas. Con todo, sigo creyendo en el valor de estas y deposito mi confianza en el papel que cumplen sus especialistas para movilizar una muchedumbre hasta sus estantes.  Y aunque todos los datos se empeñan en mostrar que el Perú es impermeable a las bibliotecas, hay que seguir fomentándolas con el esfuerzo de reinventar sus estrategias de atención y de conexión con la comunidad.

Es verdad que en las bibliotecas 24/7 el servicio de préstamo a domicilio se hace en los horarios regulares de trabajo, pero el resto del tiempo sigue operando el edificio para el estudio y la sala de lectura. Quizá este 23 de abril de 2023, que cae domingo, deberían estar todas y cada una de puertas abiertas, como un parque al aire libre para tomar bocanadas de cultura.

[2023, un domingo de marzo]

"Una ciudadana rebelde"

Nació en Tenerife y no en Gran Canaria, donde ahora vivo; migró a Madrid y no a Barcelona, donde me instalé un puñado de años; se exilió en Venezuela y no en el Perú, que es la tierra de mis apegos desvelados. Sin embargo una, dos y tres veces, por su experiencia insular, peninsular y latinoamericana, las vivencias y el legado de esta mujer me resuenan hondamente.

Se llama María Rosa Alonso (Tacaronte, 1909 - Santa Cruz de Tenerife, 2011) y tenía poco más de veinte años cuando comenzó a escribir en la prensa de Canarias sus artículos de opinión, impregnados de su voluntad combativa y su visión sociopolítica. En «La Tarde», diario vespertino de Santa Cruz de Tenerife, expresaba lo siguiente: “Mi lugar es el de una muchacha que no puede salir de casa sin licencia de su padre, y que en el caso peregrino de tener caudal para adquirir un palacio no lo podrá comprar tampoco, sin la licencia de su padre”. Era abril de 1931. Al año siguiente, ya estaba involucrada en la fundación del Instituto de Estudios Canarios, que “debía organizarse como entidad aneja a nuestra entonces pobre Universidad, e ir incorporando como apéndice regional las cátedras que lo permitieran: Historia, Geografía, Literatura, Dialectología, Botánica, algunos temas de Derecho, etc.” («Papeles tinerfeños», 1972). La escritura de María Rosa Alonso ahonda en el sentido crítico y la ironía, además de traslucir su espíritu inquieto y esa forma tan suya de tomar decisiones.

Mujer centenaria, María Rosa Alonso llegó a celebrar sus 101 años en su natal Tenerife, aunque pasó media vida fuera de su isla natal. Década y media en América, instalada en Venezuela; tres en la Península Ibérica, instalada en Madrid. Antes de todo ello, Madrid fue el primer lugar que visitó fuera de Canarias y donde se formó en Filología Española bajo el magisterio de Américo Castro y José Ortega y Gasset.

Remitirse a María Rosa Alonso es situar su figura en más de un escenario de viajes y desarraigos. Sus estudios universitarios en Madrid se vieron interrumpidos por la Guerra Civil. Su carrera docente en la Universidad de la Laguna se truncó porque le negaron la plaza que dejó su entonces tutor; ella optó por el exilio voluntario. Asimismo, el día a día, que a veces es una canallada, la obligó a jubilarse antes de tiempo: un accidente doméstico daño su visión. La profesora Juana González González, que ha dedicado su carrera a la obra de María Rosa Alonso, sostiene que recién “En 1975, y tras la muerte de Franco, parece que se va perdiendo el miedo a rendirle los reconocimientos que durante años le negaron” (“Introducción” a «Papeles tinerfeños», edición de 2022).

Cuando en 2020 el Gobierno de Canarias y el Cabildo de La Palma decidió celebrar la trayectoria humana, el legado literario y la trascendencia filológica de la ilustre tinerfeña con una gran exposición, optaron por llamarla: “María Rosa Alonso, isla en el mundo”. No podía ser de otra manera para alguien que investigó a fondo el panorama lingüístico y cultural del archipiélago canario, con ambición universal.

María Rosa Alonso nació el año en que se construía el Titanic y murió cuando el Transbordador Endeavour hizo su último viaje espacial, después de veinticinco misiones. En 2011, sus restos fueron esparcidos en el océano desde la población costera de Punta del Hidalgo; en aquellos días, la necrología escrita por Juan Cruz para el diario «El País» ponía el acento en una condición esencial de esta escritora e investigadora: “Una ciudadana rebelde”.

[2023, finales de febrero]

Y se resiste a vegetar

El pequeño lagarto de Canarias ha estado antes de que eligiéramos sus dominios para los sábados de playa y, por supuesto, ha estado antes de que nos mudásemos a la isla en el Atlántico; incluso, podría afirmarse que su especie ha estado antes que cualquier ser humano en estas costas. El pequeño lagarto admite con desenvoltura nuestra presencia, tal como la arena comprende la persistencia del mar.

Por supuesto, no es un animal amistoso como un perro ni tierno como un conejo; sin embargo, su aspecto tiende a la sobriedad y a la elegancia. Es lo que tiene el color verde, los tonos marrones y un cuerpo dúctil; así, las características se vuelven virtudes y cualidades. Además, tiene modales que admiro. Al sentir mi presencia, el pequeño lagarto de Canarias no se gira para darme la espalda, como si yo fuera un intruso molesto y nefasto; por el contrario, despliega el signo universal del permiso: me abre paso en su reino de piedra.

El pequeño lagarto de Canarias, al que le corresponde una clasificación taxonómica y un nombre científico, quizá ni siquiera es un lagarto; a lo mejor es mucho más de lo que intuyo. Mientras veía sus patas como raíces sobre la roca negra, pensaba en su cuerpo escurridizo como un arbusto horizontal que en vez de copa tiene una cabeza de centinela. Es una planta movediza y que circula, la parábola de quien rompe con su naturaleza y se resiste a vegetar.

[2023, mediados de febrero]

Tratar de comprender

El primer día de clases le detallé a mis estudiantes de Relaciones Internacionales que yo provenía de un remoto país de América del Sur, que desde ahí emergía mi voz y que hasta allá se remontaba mi memoria para establecer mis referentes. Si bien trataríamos cuestiones globales como la caída del Muro de Berlín, acontecimientos que sacudieron su España en el siglo XX e hitos sociopolíticos del archipiélago de Canarias, mi lugar de enunciación era el Perú. Cuatro letras que en mi boca brotaron con una sonrisa, franca e inevitable. 

Desde entonces, mis estudiantes le prestan atención a lo que sucede en mi país; aunque las noticias del pequeño e inmenso Perú ocupan menos de quince segundos al día en la televisión, son reportes sintéticos y adyacentes que los dejan extrañados e incrédulos. Me consultan hechos y datos con el deseo de entender. Al parecer, no terminan de filiar ese territorio de mis nostalgias con la violencia.

Yo les cuento que podemos ser mejores que nuestros políticos; lo que hicimos mal, muy mal, fue permitirles que desde siempre nos partieran en dos, abrieran un tajo en el surco de nuestra historia y convirtieran en herida nuestra nación. Terminamos prendidos de nuestras mierdas y vicios, en vez de abrazar nuestras virtudes. Cuando he compartido con mis estudiantes alguna noción sobre el valor ancestral que le daba nuestro pueblo a la reciprocidad, y la palabra “ayni” que va calando entre ellos, germinan las reflexiones sobre las profundas desigualdades de ese país rojiblanco en el presente.

Les confieso, además, que jamás enderezamos el error de enfocarnos en lo que nos distancia y enfrenta como sociedad, en vez de priorizar aquello en lo que estaríamos de acuerdo. Sé, por ejemplo, que ocho y hasta nueve de cada diez compatriotas rechaza el actual Congreso de la República (por lo general, las estadísticas están por encima del 85 %). Podemos mirarnos a los ojos y admitir, juntos, que esa gente no nos representa. Imagino que también tomaríamos la oportunidad de condolernos por igual en torno a las muertes, que ningún compatriota debió morir como han muerto en estas semanas; que no hay razón válida para justificar una sola de esas pérdidas. O, peor, para contrapesarlas en la balanza de lo mezquino e innoble. Son fondos en común desde los cuales podríamos establecer mínimos consensos, futuras cicatrizaciones, posibles alianzas. Es autodestructivo continuar con los discursos del odio y normalizar la crispación hasta eternizarla; eso les digo, eso me digo, en esta labor inconmensurable de tratar de comprender.

[2023, inicios de febrero]

Viejísima para sentirme joven otra vez

Durante años, fui feliz en la Filmoteca de Lima.

La entrada era barata, no quedaba tan lejos de mi barrio y ponían las películas clásicas que elogiaban en todos los manuales de cine.

Recuerdo que salía de casa hasta la curva de B. Leguía para tomar la combi que llegaba de la avenida Perú. A veces aparecían las “Camellito”, con su techo agrandado como una joroba; sin embargo, lo habitual eran las compactas como latas de conservas, en que viajábamos doblados, rozándonos sin ganas y oliéndonos con asquito. Es lo que había. Por lo menos, yo intentaba compensar esas condiciones con mis regateos del pasaje al cobrador: china, en vez de pagar un sol. Al cabo de un trayecto entre apreturas y temeridades al volante, estaba mi Paraíso: el Cercado de Lima.

Bajaba en el último paradero, al lado de la Universidad Villarreal. A partir de ahí era caminar por La Colmena, la Plaza San Martín, el Paseo de los Héroes Navales y el Museo de Arte. Mi vacilón era ver películas viejas, pero en pantalla grande a tres o cuatro soles la función. Un precio módico para ir más allá del simple entretenimiento; por entonces, buscaba crecer a lo bestia, también en cultura cinematográfica y sacando lecciones narrativas del lenguaje fílmico. Butacas al servicio de mi literatura.

Veintitantos años después, he retomado este placer en mi barrio colonial de Gran Canaria. La Filmoteca está en el teatro Guiniguada, a unas cuadras de casa. Me asomo a la boletería, saco la moneda de un euro y obtengo mi entrada para el cine; ese tipo de experiencia que vale muchísimo más de lo que cuesta. Una película vieja, por supuesto, viejísima para sentirme joven otra vez.

[2023, finales de enero]

Que brotó de forma espontánea

El plan para el domingo era de campo abierto y vial: dirigirnos hacia el centro de la isla para contemplar un árbol.

A dieciocho kilómetros de casa y quinientos metros sobre el nivel del mar, después de una subida constante y sinuosa, se llega hasta un barranco del cual emerge, como un ser mitológico que se abre camino entre las piedras, el drago de Pino Santo.

No es el drago más viejo de Gran Canaria, pero sí el más representativo: es un monumento natural que le gana a cualquier otro en tamaño, tanto por su altura como por las dimensiones de su frondosa copa. Es una coliflor gigante, que jamás desatiende una cita en la peluquería y se retoca las mechas con esmero; obvio es que este árbol mantiene un estupendo régimen capilar.

Aunque esto no era así, unos años atrás.

En 2020, cuando todo el mundo estaba confinado para resguardarse del coronavirus, el drago de Pino Santo también libraba su propia batalla: resistía mal el ataque de un bicho endémico que succionaba su savia. Reseco, amarillento y mermado, tenía infestada la cuarta parte de su emblemática corona, por lo menos. Entonces, en plena pandemia, este árbol también fue importante para las autoridades y tomaron medidas para intervenir en su rescate.

El proceso fitosanitario y de revitalización que encargó el Cabildo duro unos ochos meses, por la delicadeza de la situación y la propia edad del afectado: un par de centurias y más. Nadie tiene registros de quién plantó el drago de Pino Santo en esa orografía del demonio durante el siglo XVIII; sin embargo, ahí prosigue en su esplendor hacia las nubes un domingo de invierno con su floración y su fortaleza de temple volcánico. Quizá, como todo lo bueno y asombroso de la vida, es un signo de resistencia que brotó de forma espontánea.

[2023, mediados de enero]

De cabeza en nuestros yerros

Esta semana volvía a explicar cuestiones de mi país en un aula sobre investigación y utilicé la sección de un mapa que, a menudo, genera desconcierto. “Está al revés”, dijo alguien desde el fondo.

Esa idea, tan acentuada y asentada, de que el sur está abajo; además, debajo. Que así es, que así ha sido, que así debe ser.

Pues no.

Soy del sur y vivo en el hemisferio norte; asimismo, resido al sur de la península ibérica y habito en un país que está en el sur del continente europeo; por todo ello, no digiero esas percepciones que restan valor e importancia a esa región que me determina. Corresponde hacer lucha por el sur.

Por supuesto, esto de luchar es un decir. Hay gente que, en verdad, está en pie de lucha; sus justas reivindicaciones y hasta sus injustificadas violencias, la necesidad de enfrentar y afrontar. Lo que yo hago se circunscribe, meramente, al privilegio de las palabras en un aula; sin embargo, hay compatriotas del sur en el sur del sur que sangran, sumidos en la masacre.

Ayer vi las fotos que circulan, pocas y las mismas, de los ataúdes de estos paisanos míos. Ayer vi las fotos y conmueve tan adentro esa magnitud de lo fúnebre. El nuestro es un país que les falló; no sé si hoy, el año anterior o en su remoto pasado, pero les fallamos. Vampírico y antropófago el Perú, quizá al revés de todo, de cabeza en nuestros yerros.

[2023, inicios de enero]

Para el año que inicia

Se quedan cortos quienes reducen sus viajes al disfrute de la comida o la incursión en los monumentos de lo humano y del paisajismo; aquellas personas desaprovechan la oportunidad de que su piel se erice y se alaguen sus ojos por la música de un lugar propio o ajeno. Estos espectáculos, que vibran a la velocidad de la luz y del sonido, están ahí para atraernos y, sobre todo, para rebasarnos.

El primer anhelo que nos cumplimos en nuestra primera mudanza del Perú a España en 2010 fue viajar desde Valencia al Palau Sant Jordi para escuchar a Sting entre violonchelos, arpa y violines; presentó «Symphonicity» en Barcelona y ahí estuvimos, con la entrada más barata y el corazón agigantado.

Mi último plan en Lima, antes de embarcarme de vuelta a Canarias en noviembre de este 2022, fue ocupar las butacas del Gran Teatro Nacional para seguir a otro veterano en la mejor compañía; Jean Pierre Magnet presentó «La nueva música del Perú» con integrantes del Ballet Folclórico Nacional y de la familia Ballumbrosio. El zapateo afro, mis huaynos, un violín oriental y el saxo que santificó la noche perpetua de la capital del Perú.

Y en vísperas de otra noche, la Noche Vieja de hoy, la Orquesta Sinfónica de Las Palmas ofreció su «Concierto Popular de Fin de Año». Popular porque estaba repleto, desde la platea hasta las galerías. Popular porque hicieron versiones festivas del repertorio clásico, amerengaron lo tradicional y agitaron al público con los mambos de Pérez Prado. Popular porque terminó en jolgorio de confeti y sombreros navideños que rompían toda ceremoniosidad: tras las cuerdas, nobles músicos con tutú; en torno a los vientos, orejitas de peluche en las cabezas.

La música es bienvenida y es despedida, banda sonora para el día a día.

Puesto así, brota una duda como fruto del presente: cuál el papel del Perú en el concierto global. Pensado el planeta como una orquesta sinfónica, ¿somos los vientos?, ¿la percusión?, ¿será que las cuerdas? A la pregunta de qué instrumento toca nuestro país, sobreviene otra cuestión más introspectiva: mi propio rol en la música que se ejecuta. Esta incertidumbre es válida para mí y para cualquiera que evalúe su quehacer en el contexto local y nacional; la respuesta, personal e íntima, será el balance de lo vivido hasta aquí y será la promesa, cual velero que se adentra en las aguas de lo desconocido, para el año que inicia.

[2022, finales de diciembre]

Marcará el resto de mis días

Lo más gratificante de sustentar la tesis doctoral, esa defensa que se hace ante un grupo de expertos, es que cada etapa del proceso fue aprobada para llegar hasta ahí. La seriedad con que se ha trabajado está soportada en la formalidad institucional.

Antes de emitir la primera palabra, con los apuntes a mano y las diapositivas en la pantalla, uno sabe que será doctor por los sellos administrativos en los expedientes de las semanas previas y por cada informe de las seis personas del tribunal; lo que está en juego son los máximos de la nota, un número.

No cabe el miedo ni tienen sentido los nervios, proliferando como si fueran mala hierba. Es cosa de tomar aire con hondura y satisfacción, pues al instante comienza un momento estelar. La treintena de minutos que dura la defensa no tirarán por tierra las jornadas de investigación hechas con responsabilidad y compromiso durante cuatro o cinco años. Hay una especialidad y queda por escrito en la tesis.

A la sustentación se va preparado, con rigor y método, sabiendo que esto consiste en disfrutar. La calificación puede ser el resultado de esa actitud, que abarca lo intelectual y lo emocional.

El tiempo ante el tribunal es el rito de pasaje en el cual los colegas con mayor experiencia y prestigio dan la bienvenida al novato. Cumplida la puesta en escena en el aula magna de la universidad, concluye la representación académica y, tal como sucede en el teatro, la gente aplaude para romper el silencio.

“Doctor”, dijo el presidente del tribunal como el hechicero que suelta al aire la palabra mágica con que termina el conjuro. De esta manera, se hace realidad un sueño que viene de muy atrás. Hay anhelos así, que tardan la mitad de una vida en conseguirse; y este marcará el resto de mis días.

[2022, mediados de diciembre]

Gritamos gol hasta el último gol

La selección brasileña iba a los penales, cuando pasamos a saludar al cocinero argentino de la calle Reyes Católicos, en el barrio de Vegueta. Pregunté por un plato de entraña y me explicó que tendría asado; lo sacaba en minutos. Por su parte, el dueño del local acompañó las carnes con papas al horno y media docena de focaccias; las hace él mismo. Un italiano larguísimo y despeinado que ofreció, además, una ración de ensalada; por supuesto, preservé mi fantasía gastronómica y atajé sus lechugas. Tomamos una foto y la mandé a mi primo en Buenos Aires, que también tenía la mente puesta en el fútbol, y la comida.

Seguimos los penales de Brasil en la trasmisión por radio, tal como hicimos días atrás con España ante la pantalla gigante del cine Yelmo; por encima de esa ruina ibérica, sin tantos a favor, queda mi recuerdo de las arengas peloteras de los marroquíes en la sala oscura que retumbaba en árabe. Con su extra de rabia por las afinidades derrotadas, decidimos estar en casa para el partido entre Argentina y su rival europeo.

Prendimos el televisor con dos tazas de té al frente, a fin de aligerar mis excesos con el chimichurri. Y dos fueron los goles argentinos; después, la locura de los tantos en contra. Que el encuentro fue aburrido a ratos, es cierto; que hubo decepciones tras decepciones hacia el final del segundo tiempo, sin duda; pero con todo ello y por ello, en especial, fue un partido inmenso. Y esa inmensidad se acrecentó en la prórroga, que debió ser infinita hasta que Argentina metiese esa pelota que olfateaba el arco y rondaba el travesaño. Aquellos minutos de vigor y entrega son de excepción, en el plano futbolístico, y para enmarcar, como experiencia estética.

Los penales, esos que derrotaron a Brasil y a España, los viví distinto con Argentina: no tuve que imaginar lo que se narraba en la radio ni asistir a su imagen hiperbólica en la pantalla del cine; en casa, pasé del té a la cerveza. Una sola, heladita y en viernes, cuando nos sentamos de nuevo a la mesa. Al instante nos paramos, que el esfuerzo deportivo merecía celebrarse de pie. Al rato nos derrumbamos, que el cuerpo se nos caía de la emoción: directo al suelo, porque la silla le quedaba chica a nuestros nervios e ilusión. Ahí, tomados de la mano en Canarias, gritamos gol hasta el último gol.

[2022, inicios de diciembre]

Ser inmortal en una isla

La universidad. Mañana soleada y con frío. Otoño de recuerdos en Canarias, mientras hablábamos del arte que nos conmueve o que atesoramos.

Mi mente viajó al pasado, cruzó el Mediterráneo hasta cinco o seis meses atrás.

Miró.

Una foto en la casa del artista.

Aquella escultura tan Joan, con sus colores y sus formas.

Un olivo centenario.

La maja distraída.

Ese compás de luz y de sombra.

Pasarela de cerámicos y muros de hormigón que exponen su geometría.

Es un patio al caer la tarde en Barcelona, la ciudad de Joan Miró.

Y rememoro un dato biográfico que me conmueve y atesoro: aquel artista es el hombre que esperó a la Navidad de sus 90 años para ser inmortal en una isla.

[2022, finales de noviembre]

Todo ello, cien días atrás

Cien días atrás, comenzó el resto de nuestra vida en una isla que no conocíamos.

Decidimos este nuevo rumbo, profesional y literario, en un verano pospandémico que dificultaba la mudanza. Las aerolíneas no terminaban de normalizar sus protocolos e imperaban las restricciones de viaje para animales grandes. Con la Moka, de treinta kilogramos y nueve años de peruanidad catalana, era imposible aprovechar un vuelo directo desde Barcelona a Gran Canaria.

La opción era tomar el avión en Madrid, a seis horas de camino por la autopista. Optamos por lo más descabellado, aunque tranquilizador: un taxi desde el barrio donde habíamos presenciado un incendio mortífero y escrito la tesis doctoral, a los pies del Mediterráneo, hasta el aeropuerto de Barajas, en la capital de España. El conductor del Škoda, por supuesto, era compatriota; de los buenos.

La Universidad del Atlántico Medio nos había garantizado una casa para los primeros meses de adaptación en Gran Canaria. No imaginábamos que estaríamos entre árboles de Drago y palmeras, con una sensación de ruralidad entre lo urbano. El primer aprendizaje iba a ser el lenguaje del viento, cuando sacude las ventanas en su itinerario de una costa a otra del océano infinito.

Todavía no conocíamos los nombres de lugares como Máspalomas, Gáldar o Mogán, que después hemos recorrido sobre ruedas, como quien traza la circunferencia de un círculo insular. Era el verano más excéntrico de nuestra vida y comenzaba el 28 de julio. Fiestas Patrias. Llegamos de madrugada hasta la dirección de la universidad y salió a recibirnos el ingeniero que dirige sus obras de ampliación. Nosotros estábamos agotados y optimistas; mientras que él, desvelado y cordialísimo.

Nos entregó la llave de la casita que ocupamos durante semanas, hasta finales de agosto, e indicó que había pan, atún, dos cervezas... su Tropical, bien helada. Además, le habían remarcado que las compras incluyeran una bolsa de comida para perro. Todo ello, cien días atrás.

[2022, inicios de noviembre]

Una pelota en el camposanto (capítulo 6) en el diario Perú21 

Flexibilidad ante las vicisitudes

Estaba en la terraza de la heladería Dasie, cuando Javier Gutiérrez me la pasó la voz. No es habitual que el ganador del Goya a Mejor Actor por el «El autor» (esa escena en que, calato, intenta escribir como lo hacía Hemingway: ¡con dos cojones sobre la mesa!) y protagonista de la multipremiada «Campeones» (cine higiénico, gracioso hasta las lágrimas, con personajes inolvidables como Marín y la hermosa Collantes) pase a saludar en el barrio.

Sucede que diez minutos atrás le hice la guardia cuando lo vi refunfuñar por teléfono en el Zara Home de Triana entre las sábanas y las colchas. No era su mejor momento, pero igual accedió a tomarse una foto con nosotros. Imagino que notó mi determinación, tan absurda como fanática; y es que, en el triunvirato de la actuación masculina de España: Banderas, Bardem y Gutiérrez, es al último al que le creo todo lo que hace.

Javier Gutiérrez está en Gran Canaria para protagonizar una obra que casi se hunde. Es la adaptación al teatro de la novela «Los santos inocentes» de Miguel Delibes; sin embargo, el reparto no cuenta con su vestuario ni el montaje tendrá escenografía. El barco que transportaba todo desde la península tuvo una avería técnica y, sin más, esta noche habrá una puesta en escena metafóricamente desnuda.

Es lo que tiene habitar en una isla, determinada por el imperio del mar y la periferia cartográfica: los imprevistos gobiernan sobre el cálculo y la previsión, lo cual no deja de ser una lección de vida. Buen humor frente a la incertidumbre y flexibilidad ante las vicisitudes.

[2022, finales de octubre]

Una pelota en el camposanto (capítulo 5) en el diario Perú21 

"Y estaba sanita"

Treinta días atrás hubo un incendio en el barrio. Una casa antigua, como tantísimas otras del casco histórico.

Aquella era una esquina que no pasaba desapercibida para los locales ni para los turistas, pues en la parte superior del muro frontal había una placa que evocaba remotos orígenes: “se fundó, en este sitio, la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria en el año 1478”.

Esa noche habíamos cenado en una terraza, a pocas cuadras de casa. Volvíamos a pie, algo cantarines por el Lambrusco con que habíamos refrescado la noche de ese verano tan húmedo. Recuerdo el aroma del tiramisú, que llevaba en una caja de postre para terminarlo al día siguiente, lo recuerdo porque al dar al dar la vuelta en la Casa de Colón los olores cambiaron: olía a quemado.

No era solo el olor de materia inerte consumida por el fuego, como la madera o la piedra que abundan en el centro de Las Palmas de Gran Canaria; era otro olor, ese que en verdad aterra, que produce un profundo dolor y encuentra su lúgubre espacio en nuestra memoria más sensible.

Dos años atrás, en los meses agobiantes de la pandemia, fuimos testigos de un incendio que acabó con la vida de tres vecinos. Gente joven y cordial en Barcelona, con la cual intercambiábamos algunas palabras de forma ocasional. Una madrugada, también de verano, sus vidas terminaron de un modo espantoso. Y el olor. Durante días, durante semanas, durante meses se mantuvo ese olor de cuerpos quemados.

En la casa, levantada en el sitio donde se fundó la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, vivían tres hermanos que tenían más de un problema para demostrar su titularidad de esa propiedad. Complejas herencias y olvidados litigios saltaron a la prensa local al día siguiente, como una manera de ofrecer un contexto al incendio. Si bien nadie alcanzaba a explicar las causas del fuego, cada una de las noticias confirmaba la buena nueva de que ninguna persona había muerto; sin embargo, ellos no eran los únicos moradores de la vivienda.

Esta mañana, 12 de octubre, volvimos a encontrarnos con uno de los hermanos. Lo vemos a menudo, por lo general haciendo recados en el mercado. Nos contó de nuevo que sigue en la calle, sin casa; “ha pasado un mes”, suspiró. Como siempre, saludó con espontaneidad y fue tremendamente efusivo con nuestra perreta. La abraza. Se conmueve. Él también tenía una: catorce años y se llamaba Tiana, con T. Aunque sigue muy unido a sus hermanos, este hombre sobrelleva una soledad y un sufrimiento que se le atraganta en lágrimas cuando lo quiere explicar. “Y estaba sanita”, me dijo.

[2022, mediados de octubre]

Una pelota en el camposanto (capítulo 4) en el diario Perú21 

Hace de lo literario su paisaje

Llega el día en que una sociedad se reconcilia con sus viejas glorias. Es lo que viene ocurriendo desde hace décadas con Benito Pérez Galdós (1843-1920) en Las Palmas de Gran Canaria, su ciudad natal. Y es que, su figura no siempre gozó del respaldo que ahora tiene su memoria.

En la actualidad, basta con recorrer algunos barrios para advertir los homenajes al escritor en las vitrinas de los restaurantes y las referencias literarias de las esquinas; aunque también está Pérez Galdós al elevar la vista al cielo, con su monumento y el teatro, sazonados por la sal del Atlántico. Incluso, existe la oportunidad de apreciar en el suelo las palabras del escritor, gracias a las citas selectas que dan legibilidad a los empedrados coloniales.

En su libro más reciente, Vargas Llosa se ocupa de casi toda la obra de Pérez Galdós. Año y medio que dedicó a esas lecturas, durante los confinamientos de la pandemia. «La mirada quieta» es el título de su aproximación literaria, que fue presentar a Barcelona junto al bueno de Javier Cercas, meses atrás. La postura crítica y recelosa de Vargas Llosa no socavó mi interés por el escritor decimonónico, sino al revés: busqué la pieza dramática más celebrada de Pérez Galdós (quizá es «Electra», aquella que se estrenó en 1901 en Madrid y generó tal revuelo desde el público a la academia que rebautizaron el recinto teatral con su nombre) y conseguí una de las ficciones menos convencionales de Pérez Galdós («El último viaje de la Numancia», en su primera edición de 1906, por la sencilla razón de que su personaje central es un peruano y buena parte de la novela transcurre en las costas del Pacífico con la derrota de la flota española en el combate de 1866. Una historia en que, por fin, no somos los vencidos).

Entonces, vivo en un lugar que celebra a un hombre que dedicó su vida a combinar las 27 letras del alfabeto; a través de su legado y las representaciones sobre él, me familiarizo con esta ciudad, que hace de lo literario su paisaje.

[2022, incios de octubre]

Una pelota en el camposanto (capítulo 3) en el diario Perú21 

Con aroma de sal

La avenida se llama Calvo Sotelo y la cruzo más de una vez todos los días. Es amplia, con tres carriles de ida y tres carriles de vuelta, e importante para la ciudad: separa el barrio de Vegueta, donde vivimos, del barrio de Triana, que frecuentamos bastante.

Es cosa de salir de casa y caminar unas cuadras hasta el teatro Guiniguada, avanzar por el cruce peatonal de la auxiliar y ascender por unas escalinatas o tomar la rampa de acceso. De ahí, solo es esperar a que el semáforo pase a verde para continuar de un barrio a otro.

Son rutinas que toman unos cinco minutos al día, nada más; sin embargo, algo de antinatural entrañan aquellas subidas y bajadas. En el pasado, en vez de los semáforos para cruzar, había puentes. Por un tiempo estuvo el de piedra y por un tiempo, el de madera; debajo, en vez de una vía entre dos amigables barrios, estaba un barranco: la isla tenía ese tajo que la abría desde sus picos centrales hasta el océano. 

Los arqueólogos sospechan que esa herida geológica separaba dos guanartematos (palabra que proviene de las lenguas guanches, originarias del archipiélago canario, y que da la idea de cacicazgo): quizá el de Telde, pugnando en un lado de la isla; quizá el de Gáldar, pugnando al otro lado. De los vocablos de esta lengua emana la leyenda, con ecos tan onomatopéyicos como literarios.

Ese tajo de piedra volcánica era el cauce de un río que dominaba la región en épocas remotas: el Guiniguada, del cual extrae su nombre el teatro de mi barrio. Ahora, la herida geológica está cicatrizada de modernidad por el asfalto que recorro a diario, con el agua dulce doblegada por una sed de siglos en este paraje insular con aroma de sal.

[2022, mediados de setiembre]

Una pelota en el camposanto (capítulo 2) en el diario Perú21 

La capital de mi remoto país

Llevo un mes en Las Palmas de Gran Canaria, percibiendo que está muy cerca lo lejos.

En el barrio de Tafira Baja, al cual llegamos desde Barcelona, la novedad de esta vida isleña era equilibrada con una reminiscencia sudamericana: el busto de José de San Martín, el hombre que proclamó la independencia del Perú, en el parque que está al costado de la universidad. Nos hemos visto durante semanas, reconociendo nuestros orígenes.

Instalados ahora en el casco histórico de Las Palmas de Gran Canaria, lo que sobreviene entre una esquina y otra es el déjà vu. Sucede que este barrio parece la combinación del centro de Lima y del Cusco, aunque con el mar a la vuelta. La calle, que termina en una plaza, se llama San Agustín. Levanto la mirada, tomo una fotografía y vagabundeo con la extrañeza de habitar un territorio conocido y hasta familiar, siendo todavía ajeno.

Así, cuando los canarios se disculpan por la oscuridad de su verano y señalan al cielo para describirlo, siento la afinidad de nuestras querencias. “Panza de burro”, dicen, una y otra vez frente a lo gris. Entonces evoco, prendido a esas palabras, la capital de mi remoto país.

[2022, finales de agosto]

Una pelota en el camposanto (capítulo 1) en el diario Perú21 

Mi taza de fondo negro

A la pregunta de qué libro me llevaría a una isla desierta, ahora respondo con una excepción y en plural: he llegado con docenas de libros a Gran Canaria, que está poblada. Uno de estos, solo uno, está en el idioma de mis últimos cinco años: el català.

Es la novela «El temps de les cireres», que ganó el Premio Sant Jordi en 1976 (año en que nací); también me conmovió que Montserrat Roig, su autora, solo vivió hasta los 45 años (la edad que tengo).

Sin embargo, más allá de las combinaciones calendáricas, la razón de mi interés radica en la elección idiomática de Montserrat Roig: su padre, hombre de radio y defensor de inocentes, había sido perseguido durante el franquismo por hablar su lengua. Es así que la hija, una figura pública tan querida como entrañable, hace del català el rasgo esencial de su voluntad literaria.

Hay algo más. Cuanto tomo té, sin apuro de ningún tipo y extraviado en la parsimonia de mi tiempo isleño, lo hago al calor de sus palabras: “si hay un acto de amor, este es la memoria”, dice Montserrat Roig en mi taza de fondo negro.

[2022, mediados de agosto]

Como hacen los jubilados de Alemania

Lo primero que sorprende en el aeropuerto de Gran Canaria es que todos los carteles están en alemán, también en español e inglés; pero, ante todo, en alemán, tal como estaba la carta del restaurante peruano donde conmemoramos las Fiestas Patrias ante el océano Atlántico. 

Más allá de esta curiosidad sobre la penetración germánica en la isla, lo gratificante es que a la papa le llaman “papa” (¡ni se te ocurra decir “patata”!, me advierten las colegas, como si hiciera falta) y que los buses de transporte público reciben el trato caribeño de “Guagua” (incluso, existe el “Guaguaseo”; este es un vehículo inmenso que recorre la ciudad con baños y duchas en su interior para la gente sin hogar).

Lo cierto es que Gran Canaria es una región orgullosa, capaz de trasmitir con buen humor y harta locuacidad ese sentimiento; no bastó con bautizarla Canaria, pues antepusieron el adjetivo en mayúscula. Sin embargo, lo grande aquí son los perros. La palabra “canaria” no alude a las aves, sino a los canes; por ello, el símbolo de Tropical, su cerveza típica y más popular, es un perro. Un perro verde. Aquí se brinda, espumosamente, al amparo de los canes.

Si en otras ciudades hay esculturas de osos o de leones en su Plaza Mayor, animales imponentes e indómitos, en Gran Canaria la expresión es doméstica: ocho perros de raza y mestizos, como es la Moka. La Moka, esa engreída que creció en Lima, tan remota y tan querida, pasó su adultez en Barcelona, con excursiones a Francia y Andorra, para iniciar el sendero a su tercera edad en una isla española como hacen los jubilados de Alemania.

[2022, finales de julio]

Libro en mano, viajar

¿Será que todo empieza con un libro?

La comunidad china comenzó a asentarse en España hace medio siglo, según los expertos. No es mucho, en comparación con ese flujo al Perú que se remonta 170 años atrás y cuyos durísimos orígenes están bastante estudiados. En el caso de la migración asiática en este país, los expertos no se ponen de acuerdo sobre las razones que la motivaron: hablan del foco de atracción que significó el final del franquismo y las oportunidades que prometía la transición democrática. A mí me gusta pensar que estos movimientos humanos tuvieron su raíz en una mujer y su palabra impresa en mandarín.

Su nombre literario es Sanmao y escribía en primera persona sobre sus viajes, con especial devoción por lo sucedido en el ámbito de la lengua española. Sus memorias y relatos, publicados hace más de cincuenta años en China, la convirtieron en una celebridad, especialmente entre las mujeres de su país. Ícono de la libertad y de la aventura, Sanmao dejó su testimonio del desierto del Sahara y del paraíso, tal como llamaba a las islas de Gran Canaria.

Me adentré en las páginas de Sanmao, después de una buena mesa. Hay delicias que llevan a otras.

Entre mis colegas chinas, hay quienes siguieron el posgrado en España porque, de niñas, leyeron a Sanmao. Y, así como ellas, dos generaciones partieron lejos de su cultura y de su idioma para amar lo que otra narraba en su escritura. Estas colegas me hablaron de sus amistades, quienes además de admirar lo que Sanmao representaba, se embarcaban hasta Las Palmas de Gran Canaria para visitar la casa donde ella se instaló, frente al mar, y encontró eso tan efímero que es la felicidad. Intentaré lo mismo. Marcharemos hasta el Atlántico medio, como hacen los peregrinos tras las pistas de un enigma.

Libro en mano, viajar.

[2022, mediados de julio]